domingo, 27 de abril de 2008

PRIMERO DE MAYO: MÁS QUE UNA CELEBRACIÓN...

Primero de Mayo: más que una celebración…

El reto de la asociación
Por: EDWIN GUZMÁN

Se acerca otro 1º de Mayo. Para algunos, se avivan las apologías mientras otros repiten el ritual. No obstante, las actuales dinámicas del capitalismo ensombrecen los festejos y compelen a la reflexión. La crisis asociativa del sindicalismo colombiano refleja un problema de la democracia en las sociedades coloniales modernas.

Una evidencia salta a la vista: de cerca de 20 millones de colombianos, hombres y mujeres que para el 2007 estaban en edad de trabajar, 2.630.000 estaban desempleados; otros 10.550.000 rebuscaban sus ingresos en la economía informal, en tanto que 810.000 laboraban en negocios familiares, sin recibir más salario que aquel representado en techo, ropa y alimento. Es decir, una evidente degradación de las condiciones de trabajo y del referente de trabajador, como certeza irrefutable del paulatino proceso de transformación que sufre el mundo del trabajo, evidente en Colombia desde finales de los 80 del siglo XX.

La modificación de las relaciones de producción conlleva la precarización de las condiciones laborales y la transformación de las de asociación (ahora más reguladas por el Código Civil que por el del Trabajo), afectando asimismo los imaginarios y los idearios de los trabajadores. Desnacionalización y privatización son las políticas del Estado, que liquida los más importantes sindicatos del país, los cuales, anclados en la defensa de lo gremial, no percibieron que la agenda iba mucho más allá. Y en el sector privado, que prácticamente criminaliza la organización gremial, la concentración económica ve sus frutos con la expansión de sectores no transables, como las finanzas y el mercado de las comunicaciones. Esto hace que el sector económico que más contrate sea el de servicios (6.193.855 empleaba en 2006), pero en condiciones laborales indignas y sin posibilidad de defender la asociación laboral.

Esta realidad laboral se precariza crecientemente. Es tal la situación del empleo en Colombia, que el nivel de los ocupados ‘crece’ debido al incremento del subempleo. Para 2006, según el Dane (Documentos técnicos sobre mercado laboral, 2006), los puestos creados correspondieron a los subempleados en un 74 por ciento. Y para 2007, el 42% de los trabajadores recibía una remuneración inferior al salario mínimo.

Dolorosa realidad sobrellevan los trabajadores, fundamentada, de parte del Estado, en una contracción del sentido de la democracia y de la soberanía misma (que lo hace someterse a las obligaciones con los organismos multilaterales), así como la desaparición de la necesidad de una alianza histórica con los trabajadores (como sucedió en los años 30 del siglo XX). De parte de los patrones, en su interés mezquino y su afán de lucro, el mismo que lo lleva a insertarse en la lógica mundial del capitalismo: movilidad de capitales, interés por participar en circuitos o mercados mundiales y de las multinacionales, que les garanticen siquiera una parte mínima del mercado (Bavaria, Caracol, El Tiempo); pérdida del referente de nación soberana, soportada en una base histórica y su base cultural, al igual que un proyecto endógeno de ciencia y tecnología. Para otras realidades, también pesa la hiperespecialización de la mano de obra. Estas y otras prácticas dominantes afectan los escenarios tradicionales en que se realizaba la defensa de los derechos laborales, y abre otros nuevos, enmarcados en legislaciones que protegen aún más al patrón y dificultan la lucha obrera, ahora proyectada en una lógica cada vez más territorial.


Los sindicalizados

Son estas condiciones políticas, económicas, técnicas y sociales –aunadas a la legislación laboral criolla; al señalamiento, la persecución y la violencia contra quienes se atreven a sindicalizarse; más los errores de los dirigentes gremiales de los trabajadores– lo que explica por qué el sindicalismo está de capa caída. Según cifras recientes, del total de personas en edad de trabajar, sólo un millón doscientos mil están organizadas en sindicatos (Burbano, Alfredo. Entre la crisis y la reactivación, 2005).

En el mundo del trabajo, los patrones han tomado la delantera, no sólo política (para lo cual el neoliberalismo resume los conceptos básicos de la ofensiva ideológica) sino también organizativa: con el toyotismo, el outsourcing y el just time, imponen prácticas desregularizadoras que individualizan y rompen los vínculos laborales y asociativos, creando condiciones para multiplicar sus ganancias: quiebran costos de producción, en cuyo propósito reducen salarios y llevan a la práctica la desaparición de las prestaciones sociales a las que tenían derecho los trabajadores.

Son entonces menos salarios que, contradictoriamente, exigen mano de obra más escolarizada aunque menos tecnificada. Además, en esta dinámica se incluyen coacciones de tipo afectivo. La flexibilización laboral contiene una precarización general de la vida del trabajador, quien como nunca antes tiene que ofrecer su fuerza de trabajo y subordinarse, en las esferas de su tiempo libre, a un costo de trabajo barato: a más de lo ya dicho, el obrero perdió su estabilidad laboral. En otros términos, se maximizan las ganancias del capital, pero se reducen y pauperizan los beneficios de los trabajadores. Todo apuntalado en la debilidad de las asociaciones obreras: una realidad por superar, tomando en cuenta las nuevas circunstancias del mundo del trabajo.


Revueltas y violencia antisindical

La historia del sindicalismo colombiano documentó siempre una progresiva tendencia en la asociación; en pro de sus derechos laborales, los trabajadores se agruparon a principios del siglo XX en organizaciones obreras no formales: artesanos, tipógrafos, braceros, comerciantes. Tras múltiples experiencias de lucha, expresiones más estructuradas, como la Confederación de Trabajadores de Colombia (CTC), empiezan en la década del 30. A lo largo del siglo surgen sindicatos en el sector industrial (textiles, cerveza), pero también en los servicios públicos y los ferrocarriles, entre otros sectores.

Eran identidades de clase comunes entre los afiliados, en épocas en que se demarcaba la diferencia entre el trabajo y el capital. Pese a toda la represión, ininterrumpida por parte del Estado colombiano en el transcurso de las luchas laborales, el movimiento sindical logró mantenerse, sorteando con tropiezos las inclinaciones de absorción de la clase dirigente y el bipartidismo político, muy claro desde el gobierno de López Pumarejo.


¿En qué sentido, entonces, se han generado las situaciones de disgregación que sufren hoy las organizaciones sindicales?

El sindicalismo creció entre 1970 y 1984. En el lapso 1984-1990, la tasa de afiliación empieza a disminuir. Y desde 1991 no sólo baja la tasa de afiliación sino también el número de sindicalistas. Además, el balance de los cambios en la naturaleza de la afiliación entre empresas públicas y privadas: para 1984, con el 63 por ciento, la afiliación mayoritaria proviene del sector privado; ahora es al revés, concentrándose, con un porcentaje del 54,20, en el público. Esto refleja la extinción acelerada de sindicatos en las empresas privadas.

Para el caso colombiano, debemos resaltar la persistente violencia como variable que afecta la sindicalización: en 2006, de los 115 asesinatos cometidos contra sindicalistas en todo el mundo, 77 eran colombianos. ¡Más de la mitad! Esto, valorando la persistente campaña mediática contra los sindicatos, así como las trabas que los propios responsables oficiales imponen para impedir la organización de los trabajadores: en el mismo 2006, el Ministerio de la Protección Social rechazó 71 solicitudes de organización sindical.


Retos de afiliación y organización

Un primer reto de las luchas laborales en curso tiene que ver precisamente con la autocrítica ante la razón de ser sindical. Para resistir con éxito, las organizaciones de los trabajadores no pueden cerrarse sobre sí mismas, ni actuar bajo antiguos esquemas que las segreguen o marginen del escenario de resistencia, bajo el lineamiento de sus propios intereses y tomando en cuenta únicamente la defensa de los trabajadores vinculados, ya por su permanencia, ya por el grado de formalidad con la empresa.

En el presente y en sociedades como las nuestras, las luchas sindicales son cada vez más políticas y, aunque de gremio, están ante el desafío de ser cada vez más de toda la sociedad. En una nación sin proyecto histórico, a los trabajadores les corresponde levantar esa bandera, para lo cual cada lucha debe ser leída en clave de soberanía, ciencia y tecnología, bienestar colectivo, redistribución social, derechos humanos, integración.

Estas lecturas y reivindicaciones pueden empezar a generalizarse desde la reivindicación de los más negados entre los negados: los desempleados temporales, los permanentes y los informales. Pero también desde aquellos vinculados a su circuito productivo: en el caso de los docentes, la comunidad educativa; en el de los trabajadores de la salud, la sociedad como un todo; en el de los eléctricos, los técnicos de barrio, pero también los ingenieros en general. Desde lo sindical, y en permanente comunicación con la sociedad, se puede construir otro mundo del trabajo, e igualmente otro país.

Se tiene, por tanto, que abordar una lectura compleja del contexto en que se produce, donde se distribuye –se circula– y donde se vive. Sólo desde ella, sabiendo que la fábrica está desterritorializada o que los barrios que la circundaban han desaparecido o ya no son obreros, se puede construir una agenda para la acción que responda a condiciones concretas y no únicamente ideológicas.

Es necesario incluir y no pasar por alto en este aspecto que el imaginario obrero está inscrito en nuevos parámetros, y que ahora quienes cuentan con trabajo sí tienen algo para perder. La sociedad de consumo ha creado nuevos referentes y dilemas. En el extremo marginado social hay otros sectores, no propiamente obreros de punta. Por tanto, se deben diseñar acciones culturales, comunicativas y de relacionamiento que rompan el individualismo y el miedo a la lucha, ampliamente difundidos en los últimos años.

Todo esto plantea grosso modo un panorama por abordar, lo cual nos lleva a esperar que el 1º de Mayo no se reduzca a la reafirmación simbólica de los triunfos históricos de los trabajadores, y tampoco a conformarse con la idea contestataria de explotación y represión por parte del Estado –situación cierta pero no única–, so pena de perder el todo. Reafirmar las luchas a través de manifestaciones y conmemoraciones debe permitir la superación de las talanqueras por las que atraviesan las organizaciones sindicales, con miras a vencer las divisiones internas y las prácticas individualistas, para avanzar en el largo trecho de la utopía, siempre necesaria, de la unidad nacional.

EL TEATRO DEL BIEN Y EL MAL

El teatro del Bien y el Mal

Por Eduardo Galeano
Publicado en La Jornada, 21 de Septiembre de 2001


En la lucha del Bien contra el Mal, siempre es el pueblo quien pone los muertos.


Los terroristas han matado a trabajadores de cincuenta países, en Nueva York y en Washington, en nombre del Bien contra el Mal. Y en nombre del Bien contra el Mal el presidente Bush jura venganza: "Vamos a eliminar el Mal de este mundo", anuncia.

¿Eliminar el Mal? ¿Qué sería del Bien sin el Mal? No sólo los fanáticos religiosos necesitan enemigos para justificar su locura. También necesitan enemigos, para justificar su existencia, la industria de armamentos y el gigantesco aparato militar de Estados Unidos. Buenos y malos, malos y buenos: los actores cambian de máscaras, los héroes pasan a ser monstruos y los monstruos héroes, según exigen los que escriben el drama.

Eso no tiene nada de nuevo. El científico alemán Werner von Braun fue malo cuando inventó los cohetes V-2, que Hitler descargó sobre Londres, pero se convirtió en bueno el día en que puso su talento al servicio de Estados Unidos. Stalin fue bueno durante la Segunda Guerra Mundial y malo después, cuando pasó a dirigir el Imperio del Mal. En los años de la guerra fría escribió John Steinbeck: "Quizá todo el mundo necesita rusos. Apuesto a que también en Rusia necesitan rusos. Quizá ellos los llaman americanos." Después, los rusos se abuenaron. Ahora, también Putin dice: "El Mal debe ser castigado."

Saddam Hussein era bueno, y buenas eran las armas químicas que empleó contra los iraníes y los kurdos. Después, se amaló. Ya se llamaba Satán Hussein cuando los Estados Unidos, que venían de invadir Panamá, invadieron Irak porque Irak había invadido Kuwait. Bush Padre tuvo a su cargo esta guerra contra el Mal. Con el espíritu humanitario y compasivo que caracteriza a su familia, mató a más de cien mil iraquíes, civiles en su gran mayoría.

Satán Hussein sigue estando donde estaba, pero este enemigo número uno de la humanidad ha caído a la categoría de enemigo número dos. El flagelo del mundo se llama ahora Osama Bin Laden. La Agencia Central de Inteligencia (CIA) le había enseñado todo lo que sabe en materia de terrorismo: Bin Laden, amado y armado por el gobierno de Estados Unidos, era uno de los principales "guerreros de la libertad" contra el comunismo en Afganistán. Bush Padre ocupaba la vicepresidencia cuando el presidente Reagan dijo que estos héroes eran "el equivalente moral de los Padres Fundadores de América". Hollywood estaba de acuerdo con la Casa Blanca. En estos tiempos, se filmó Rambo 3: los afganos musulmanes eran los buenos. Ahora son malos malísimos, en tiempos de Bush Hijo, trece años después.

Henry Kissinger fue de los primeros en reaccionar ante la reciente tragedia. "Tan culpable como los terroristas son quienes les brindan apoyo, financiación e inspiración", sentenció, con palabras que el presidente Bush repitió horas después.

Si eso es así, habría que empezar por bombardear a Kissinger. El resultaría culpable de muchos más crímenes que los cometidos por Bin Laden y por todos los terroristas que en el mundo son. Y en muchos más países: actuando al servicio de varios gobiernos estadunidenses, brindó "apoyo, financiación e inspiración" al terror de Estado en Indonesia, Camboya, Chipre, Irán, Africa del Sur, Bangladesh y en los países sudamericanos que sufrieron la guerra sucia del Plan Cóndor.

El 11 de septiembre de 1973, exactamente 28 años antes de los fuegos de ahora, había ardido el palacio presidencial en Chile. Kissinger había anticipado el epitafio de Salvador Allende y de la democracia chilena, al comentar el resultado de las elecciones: "No tenemos por qué aceptar que un país se haga marxista por la irresponsabilidad de su pueblo."

El desprecio por la voluntad popular es una de las muchas coincidencias entre el terrorismo de Estado y el terrorismo privado. Por poner un ejemplo, la ETA, que mata gente en nombre de la independencia del País Vasco, dice a través de uno de sus voceros: "Los derechos no tienen nada que ver con mayorías y minorías."

Mucho se parecen entre sí el terrorismo artesanal y el de alto nivel tecnológico, el de los fundamentalistas religiosos y el de los fundamentalistas del mercado, el de los desesperados y el de los poderosos, el de los locos sueltos y el de los profesionales de uniforme. Todos comparten el mismo desprecio por la vida humana: los asesinos de los cinco mil quinientos ciudadanos triturados bajo los escombros de las Torres Gemelas, que se desplomaron como castillos de arena seca, y los asesinos de los doscientos mil guatemaltecos, en su mayoría indígenas, que han sido exterminados sin que jamás la tele ni los diarios del mundo les prestaran la menor atención. Ellos, los guatemaltecos, no fueron sacrificados por ningún fanático musulmán, sino por los militares terroristas que recibieron "apoyo, financiación e inspiración" de los sucesivos gobiernos de Estados Unidos.

Todos los enamorados de la muerte coinciden también en su obsesión por reducir a términos militares las contradicciones sociales, culturales y nacionales. En nombre del Bien contra el Mal, en nombre de la Única Verdad, todos resuelven todo matando primero y preguntando después. Y por ese camino, terminan alimentando al enemigo que combaten. Fueron las atrocidades de Sendero Luminoso las que en gran medida incubaron al presidente Fujimori, que con considerable apoyo popular implantó un régimen de terror y vendió el Perú a precio de banana. Fueron las atrocidades de Estados Unidos en Medio Oriente las que en gran medida incubaron la guerra santa del terrorismo de Alá.

Aunque ahora el líder de la Civilización esté exhortando a una nueva Cruzada, Alá es inocente de los crímenes que se cometen en su nombre. Al fin y al cabo, Dios no ordenó el holocausto nazi contra los fieles de Jehová, y no fue Jehová quien dictó la matanza de Sabra y Chatila ni quien mandó expulsar a los palestinos de su tierra.
¡Acaso Jehová, Alá y Dios a secas no son tres nombres de una misma divinidad?

Una tragedia de equívocos: ya no se sabe quién es quién. El humo de las explosiones forma parte de una mucho más enorme cortina de humo que nos impide ver. De venganza en venganza, los terrorismos nos obligan a caminar a los tumbos. Veo una foto, publicada recientemente: en una pared de Nueva York alguna mano escribió: "Ojo por ojo deja al mundo ciego".

La espiral de la violencia engendra violencia y también confusión: dolor, miedo, intolerancia, odio, locura. En Porto Alegre, a comienzos de este año, el argelino Ahmed Ben Bella advirtió: "Este sistema, que ya enloqueció a las vacas, está enloqueciendo a la gente." Y los locos, locos de odio, actúan igual que el poder que los genera.

Un niño de tres años, llamado Luca, comentó en estos días: "El mundo no sabe dónde está su casa." El estaba mirando un mapa. Podía haber estado mirando un noticiero.