Así calcinaron los paramilitares a sus víctimas
El descarnado relato de un desmovilizado que le contó a la justicia cómo y por qué se implantó esta estrategia criminal.
La noticia de la siniestra práctica de las autodefensas de incinerar cuerpos para borrar cualquier rastro de su barbarie en el Catatumbo la dieron, en distintos escenarios, Salvatore Mancuso y Jorge Iván Laverde, alias El Iguano –y el país se estremeció–, pero los detalles más escabrosos sobre los hornos en los que fueron calcinados centenares de sus víctimas los entregó a la justicia Armando Rafael Mejía Guerra, alias Hernán. En un relato de una hora, el comandante que construyó estas parrillas de la muerte en la región de Juan Frío, en la frontera con Venezuela, detalló cómo esta rudimentaria forma de aniquilamiento a destiempos fue perfeccionándose al compás de las cenizas y el horror.
A orillas del río Táchira, al frente de un viejo trapiche abandonado, por orden del comandante Gato, un hombre al que apodaban Gonzalo construyó el primer horno en el año 2002. Estaba hecho de ladrillos y se le echaba carbón mineral para atizar la hoguera y, de paso, los cadáveres. Fue un avance, se diría, en estos asuntos de desaparecer los vestigios que dejó su guerra. Antes quemaban los restos de sus víctimas con llantas de carros, ahí, en cualquier lugar, sin fogones ni procedimientos previos, con los neumáticos consumiendo las pieles y abrasando las carnes de sus crímenes insepultos. “Se buscaban los cauchos, se prendían y se tiraban los restos”, contó secamente Hernán.
La idea partió de Gonzalo, quien advirtió que cuando estaba en la guerrilla se hacía lo mismo, y coincidió con unas pesquisas de la Fiscalía en las que se tenía certera información de decenas de fosas comunes de las Auc. “El comandante Richard me dijo: ‘Hermano, mire a ver cómo hace para sacar todo eso, que donde llegue a meterse la Fiscalía y nos consiga una fosa, nos matan’ ”. Fue la génesis de esta horripilante práctica que tuvo un aliento extra: según Hernán, en aquellos días, en Villavicencio las autoridades encontraron una fosa con 36 personas y “a mí me llegó la orden de que comandante que se dejara coger fosas lo daban de baja”.
Y recordó que durante cuatro meses, a finales de 2001, desenterraron las osamentas de unas 70 personas y las llevaron a los hornos rudimentarios de Juan Frío, cortando de tajo cualquier pista de la justicia para hallarlas. La estela de sangre que desplegaron las mafias del paramilitarismo desde los Llanos o el Urabá hasta los Santanderes consternaban al país, pero de muchos de sus muertos nadie tenía noticia. Estaban en cenizas ya. Hernán lo ratificó: sus hornos se volvieron leyenda aunque, en un súbito arranque de remota moral, le contó a la Fiscalía que en una reunión con varios comandantes “me tocó decirles que los que subieran gente para asesinarla allá, que ellos mismos lo hicieran”.
De su confesión a la justicia se desprende una paradoja del sanguinario ex paramilitar: “Pero yo no me ponía a mirar porque eso es duro, doctor, eso de incinerar y desaparecer gente”. Como en cualquier organización jerárquica, Hernán escudó su responsabilidad en que cumplía órdenes y punto, y que, luego de que las llamas carbonizaran lo que había, se le echaban baldes de agua al horno y se desaparecían las cenizas. “¿Y los restos que no se incineraban, como la mandíbula, los dientes o las prótesis?”, lo interrogó la Fiscalía. “Se quemaba totalmente todo. Doctor, a eso se le echaban un balde o tres de agua y eso se volvía nada”, contestó escueto. Y añadió que muchas de sus víctimas las llevaban desde Cúcuta.
“Pa fines de 2003, eso se descontinuó porque dieron una orden de que eso era prohibido, que iba en contra de la Corte Internacional”, agregó sin inmutarse Mejía Guerra. Por dos años, las fosas fueron reemplazadas por esas parrillas de la muerte. El ritual siempre fue el mismo: los cuerpos se enterraban y a los seis meses se exhumaban y se incineraban. Pero antes de que llegaran las prohibiciones, la quemazón se salió de madre y la Fiscalía cree que por esos hornos no pasaron sólo muertos. Nada de extravagante tendría, siendo los paramilitares una máquina de torturas. Como en los peores tiempos de la Inquisición, se diría.
Hernán contó que para facilitar las desapariciones, y ante la inesperada demanda de turno, se vieron obligados a construir otro horno, que fue testigo de crímenes execrables, como el de un niño de 14 años cuyo cuerpo quedó en cenizas porque, supuestamente, había extorsionado a una profesora de Villa del Rosario, municipio situado a 20 minutos de Cúcuta. O el de tres jóvenes que un sábado cualquiera estaban tomando cerveza y fueron acusados de “guerrillos” por Arbeláez, un comandante encargado que reemplazaba los fines de semana a Hernán en la macabra travesía de convertir humanos en polvillo. O el de un celador de Cúcuta al que asesinaron, desmembraron y después cocinaron.
El descarnado relato del ex paramilitar concluyó que tras la prohibición de los hornos, dizque para respetar normas internacionales, “en un acto de suma consideración” los cadáveres de los paramilitares ya no desaparecían entre las brasas de los hornos, sino al otro lado del río Táchira, en territorio venezolano, donde la policía de ese país desenterraba a diestra y siniestra los cuerpos que vomitaba la guerra colombiana. De cualquier manera, según Hernán, como podía, lograba escabullírsele a las imágenes siniestras que calcinaron sus parrillas rudimentarias. “¿Pero usted presenció algún asesinato?”, cuestionó la Fiscalía. “No, nunca –se apresuró a contestar–. Cuando iban a asesinar a una persona, yo nunca estaba ahí. No me gustaba ver eso”.
Jefes ‘paras’ hablaron de los hornos
Salvatore Mancuso, ex jefe del bloque Córdoba, Catatumbo y Norte de las AUC.
El primero en referirse a los hornos de la muerte fue el ex jefe paramilitar Jorge Iván Laverde, alias El Iguano, en octubre de 2008, en una audiencia de Justicia y Paz. Laverde manifestó que en Villa del Rosario se construyó un horno en 2001 con el objetivo de cremar 98 cadáveres de personas que fueron asesinadas en Cúcuta y en algunos municipios aledaños.
Asimismo, confirmó que dos años después construyeron otro horno crematorio en la finca Pacolandia, ubicada en Puerto Santander. En el sitio habían sepultado 20 cadáveres que luego fueron incinerados. Esa versión fue ratificada por Salvatore Mancuso desde Estados Unidos, el pasado 29 de abril. Aseguró que tenía como objetivo no dejar huella de los crímenes ni acrecentar las cifras de homicidios en el país.
Mancuso aseveró que la idea de los hornos fue del extinto jefe paramilitar Carlos Castaño, atendiendo una solicitud de dirigentes políticos y militares de desaparecer cadáveres de esta manera.
Catorce años al servicio de las autodefensas
Armando Rafael Mejía Guerra, alias Hernán, nació en el municipio de Galeras, en el departamento de Sucre, hace 37 años. De acuerdo con la información recogida por la Fiscalía, se incorporó a las autodefensas en 1995 en la región de Urabá y luego fue trasladado al bloque Catatumbo en el año 2000. Allí se convirtió en comandante en el municipio de Villa de Rosario, en Norte de Santander.
Dentro del marco de la Ley de Justicia y Paz es investigado por 26 homicidios y tres desapariciones forzadas. Buscando los beneficios de normatividad, el próximo 19 de mayo se realizará, en la ciudad de Barranquilla, la audiencia de imputación de cargos en contra de Mejía Guerra, quien se encuentra detenido.
Por: Redacción Judicial
Tomado de: EL ESPECTADOR
El descarnado relato de un desmovilizado que le contó a la justicia cómo y por qué se implantó esta estrategia criminal.
La noticia de la siniestra práctica de las autodefensas de incinerar cuerpos para borrar cualquier rastro de su barbarie en el Catatumbo la dieron, en distintos escenarios, Salvatore Mancuso y Jorge Iván Laverde, alias El Iguano –y el país se estremeció–, pero los detalles más escabrosos sobre los hornos en los que fueron calcinados centenares de sus víctimas los entregó a la justicia Armando Rafael Mejía Guerra, alias Hernán. En un relato de una hora, el comandante que construyó estas parrillas de la muerte en la región de Juan Frío, en la frontera con Venezuela, detalló cómo esta rudimentaria forma de aniquilamiento a destiempos fue perfeccionándose al compás de las cenizas y el horror.
A orillas del río Táchira, al frente de un viejo trapiche abandonado, por orden del comandante Gato, un hombre al que apodaban Gonzalo construyó el primer horno en el año 2002. Estaba hecho de ladrillos y se le echaba carbón mineral para atizar la hoguera y, de paso, los cadáveres. Fue un avance, se diría, en estos asuntos de desaparecer los vestigios que dejó su guerra. Antes quemaban los restos de sus víctimas con llantas de carros, ahí, en cualquier lugar, sin fogones ni procedimientos previos, con los neumáticos consumiendo las pieles y abrasando las carnes de sus crímenes insepultos. “Se buscaban los cauchos, se prendían y se tiraban los restos”, contó secamente Hernán.
La idea partió de Gonzalo, quien advirtió que cuando estaba en la guerrilla se hacía lo mismo, y coincidió con unas pesquisas de la Fiscalía en las que se tenía certera información de decenas de fosas comunes de las Auc. “El comandante Richard me dijo: ‘Hermano, mire a ver cómo hace para sacar todo eso, que donde llegue a meterse la Fiscalía y nos consiga una fosa, nos matan’ ”. Fue la génesis de esta horripilante práctica que tuvo un aliento extra: según Hernán, en aquellos días, en Villavicencio las autoridades encontraron una fosa con 36 personas y “a mí me llegó la orden de que comandante que se dejara coger fosas lo daban de baja”.
Y recordó que durante cuatro meses, a finales de 2001, desenterraron las osamentas de unas 70 personas y las llevaron a los hornos rudimentarios de Juan Frío, cortando de tajo cualquier pista de la justicia para hallarlas. La estela de sangre que desplegaron las mafias del paramilitarismo desde los Llanos o el Urabá hasta los Santanderes consternaban al país, pero de muchos de sus muertos nadie tenía noticia. Estaban en cenizas ya. Hernán lo ratificó: sus hornos se volvieron leyenda aunque, en un súbito arranque de remota moral, le contó a la Fiscalía que en una reunión con varios comandantes “me tocó decirles que los que subieran gente para asesinarla allá, que ellos mismos lo hicieran”.
De su confesión a la justicia se desprende una paradoja del sanguinario ex paramilitar: “Pero yo no me ponía a mirar porque eso es duro, doctor, eso de incinerar y desaparecer gente”. Como en cualquier organización jerárquica, Hernán escudó su responsabilidad en que cumplía órdenes y punto, y que, luego de que las llamas carbonizaran lo que había, se le echaban baldes de agua al horno y se desaparecían las cenizas. “¿Y los restos que no se incineraban, como la mandíbula, los dientes o las prótesis?”, lo interrogó la Fiscalía. “Se quemaba totalmente todo. Doctor, a eso se le echaban un balde o tres de agua y eso se volvía nada”, contestó escueto. Y añadió que muchas de sus víctimas las llevaban desde Cúcuta.
“Pa fines de 2003, eso se descontinuó porque dieron una orden de que eso era prohibido, que iba en contra de la Corte Internacional”, agregó sin inmutarse Mejía Guerra. Por dos años, las fosas fueron reemplazadas por esas parrillas de la muerte. El ritual siempre fue el mismo: los cuerpos se enterraban y a los seis meses se exhumaban y se incineraban. Pero antes de que llegaran las prohibiciones, la quemazón se salió de madre y la Fiscalía cree que por esos hornos no pasaron sólo muertos. Nada de extravagante tendría, siendo los paramilitares una máquina de torturas. Como en los peores tiempos de la Inquisición, se diría.
Hernán contó que para facilitar las desapariciones, y ante la inesperada demanda de turno, se vieron obligados a construir otro horno, que fue testigo de crímenes execrables, como el de un niño de 14 años cuyo cuerpo quedó en cenizas porque, supuestamente, había extorsionado a una profesora de Villa del Rosario, municipio situado a 20 minutos de Cúcuta. O el de tres jóvenes que un sábado cualquiera estaban tomando cerveza y fueron acusados de “guerrillos” por Arbeláez, un comandante encargado que reemplazaba los fines de semana a Hernán en la macabra travesía de convertir humanos en polvillo. O el de un celador de Cúcuta al que asesinaron, desmembraron y después cocinaron.
El descarnado relato del ex paramilitar concluyó que tras la prohibición de los hornos, dizque para respetar normas internacionales, “en un acto de suma consideración” los cadáveres de los paramilitares ya no desaparecían entre las brasas de los hornos, sino al otro lado del río Táchira, en territorio venezolano, donde la policía de ese país desenterraba a diestra y siniestra los cuerpos que vomitaba la guerra colombiana. De cualquier manera, según Hernán, como podía, lograba escabullírsele a las imágenes siniestras que calcinaron sus parrillas rudimentarias. “¿Pero usted presenció algún asesinato?”, cuestionó la Fiscalía. “No, nunca –se apresuró a contestar–. Cuando iban a asesinar a una persona, yo nunca estaba ahí. No me gustaba ver eso”.
Jefes ‘paras’ hablaron de los hornos
El primero en referirse a los hornos de la muerte fue el ex jefe paramilitar Jorge Iván Laverde, alias El Iguano, en octubre de 2008, en una audiencia de Justicia y Paz. Laverde manifestó que en Villa del Rosario se construyó un horno en 2001 con el objetivo de cremar 98 cadáveres de personas que fueron asesinadas en Cúcuta y en algunos municipios aledaños.
Asimismo, confirmó que dos años después construyeron otro horno crematorio en la finca Pacolandia, ubicada en Puerto Santander. En el sitio habían sepultado 20 cadáveres que luego fueron incinerados. Esa versión fue ratificada por Salvatore Mancuso desde Estados Unidos, el pasado 29 de abril. Aseguró que tenía como objetivo no dejar huella de los crímenes ni acrecentar las cifras de homicidios en el país.
Mancuso aseveró que la idea de los hornos fue del extinto jefe paramilitar Carlos Castaño, atendiendo una solicitud de dirigentes políticos y militares de desaparecer cadáveres de esta manera.
Catorce años al servicio de las autodefensas
Armando Rafael Mejía Guerra, alias Hernán, nació en el municipio de Galeras, en el departamento de Sucre, hace 37 años. De acuerdo con la información recogida por la Fiscalía, se incorporó a las autodefensas en 1995 en la región de Urabá y luego fue trasladado al bloque Catatumbo en el año 2000. Allí se convirtió en comandante en el municipio de Villa de Rosario, en Norte de Santander.
Dentro del marco de la Ley de Justicia y Paz es investigado por 26 homicidios y tres desapariciones forzadas. Buscando los beneficios de normatividad, el próximo 19 de mayo se realizará, en la ciudad de Barranquilla, la audiencia de imputación de cargos en contra de Mejía Guerra, quien se encuentra detenido.
Por: Redacción Judicial
Tomado de: EL ESPECTADOR