viernes, 26 de febrero de 2010

Voces de la violencia Antisindical en Colombia: 9 testimonios de víctimas de la Estrategia Estatal y multinacional

testimonios de 9 de las víctimas de una Estrategia de muerte a sindicalistas, que busca acallar la reivindicación social: II Encuentro Nacional de Víctimas de la Violencia Antisindical, febrero 2010
A continuación se presentan los testimonios de nueve de las víctimas que en los últimos años ha dejado la violencia contra sindicalistas en Colombia, los cuales fueron escuchados en una de las sesiones del II Encuentro Nacional de Víctimas de la Violencia Antisindical en Colombia, organizado por la CUT y la ENS en Medellín los días 4 y 5 de febrero pasado.

9 de cada 10 militantes sindicales que son asesinad@s en el mundo son de Colombia y caen a manos de la patronal, ya sea a través de su herramienta paramilitar o del Estado a su servicio


Aidé Moreno

En los últimos 16 años vio caer asesinados a manos de sicarios paramilitares a su esposo (Evaristo Amaya), a su madre y a un hermano. Los tres eran miembros del Sindicato Agrario del Meta.

“Yo nací y me crié en el campo, lo mismo que mi esposo Evaristo Amaya, un hombre que fue ejemplar durante toda su vida, pero desafortunadamente los enemigos de la paz lo asesinaron. Yo quedé viuda con un hijo de 5 años y con 4 meses de embarazo. Cuando empezaron los asesinatos de dirigentes sindicales en el Meta yo pensé que no nos iba a tocar a nosotros, pero cuando empezamos a ver motos rodeando la casa con hombres armados, ya sí vimos la muerte cercana. Mi esposo tuvo la valentía de decirme un día: Negra, a mi me van a matar, tiene que ser conciente de eso porque sino a usted también la matan. Cuando lo asesinaron, en 1994, yo pensé que de ese golpe no iba a levantarme, pero me levanté y ahí empezó mi pelea con la Fiscalía y el DAS para que esclarecieran el crimen. Fue inútil.

No sólo no lo investigaron sino que se nos vino otra tragedia encima: el 30 de septiembre del 2000 asesinan a mi mamá, que era líder en la vereda, defensora de los campesinos, miembro de la Unidad de Mujeres Demócratas y militante del Partido Comunista y del Sindicato Agrario. La mataron por denunciar los atropellos que nos hizo la Fuerza de Despliegue Rápido del Ejército, que nos mataron un cerdo, tirotearon la casa y se llevaron unas motosierras. La mataron dos paramilitares en la sala de su casa, en presencia de mi hijo de 4 años, hecho en el que también murió el esposo de una sobrina mía. Por eso el Gobierno no puede decir, como lo ha dicho, que el crimen fue una equivocación, que no iban por ella. Cuatro años después, todavía sin reponernos de la muerte de mamá, asesinan a mi hermano Oscar, estudiante universitario y también miembro del sindicato agrario del Meta. Dos hombres llegaron a su casa y lo asesinan frente a su esposa, que por eso quedó afectada sicológicamente. Este crimen lo denunciamos a la OIT, pero perdimos el caso porque, según la justicia, mi hermano nunca denunció que lo iban a matar y por tanto no había cómo adelantar el proceso. Sin embargo nosotros seguimos en la lucha por esclarecer los crímenes contra mi familia, por lo que fuimos amenazados tuvimos que salir desplazados para Bogotá. Pero allá también recibimos amenazas y nos tocó cambiar varias veces de casa. Esta lucha mía por tratar de que estos crímenes no queden impunes, me ha llevado a denunciar los hechos en muchos estrados nacionales e internacionales, e incluso en el Senado de la República. Porque no nos podemos callar, ya que somos muchos los que vivimos la misma tragedia”.

Margarita Escobar

Esposa de Eliécer Valencia Oviedo, docente y presidente del Sindicato Único de Trabajadores de la Educación del Valle, asesinado en Tulúa el 21 de agosto de 2004. Le sobreviven 3 hijos.

“Mi esposo era un hombre de prestigio y muy querido por la gente, porque le ayudaba mucho a la comunidad. Tenía 47 años cuando lo asesinaron, 26 de ellos como educador en el Gimnasio del Pacífico de Tulúa. También era profesor de cátedra en la Universidad del Valle. Había sido declarado objetivo militar por los paramilitares por no comulgar ni estar de acuerdo con los atropellos y las injusticias, por luchas que había liderado en el pueblo por mejores servicios públicos, salud y en el tema de los desplazados, y por las denuncias que hacía en los medios locales por hechos de corrupción en el municipio. Justo el día en que lo asesinaron había hecho su última denuncia. Fue acribillado por sicarios en la puerta del apartamento donde vivíamos. El caso lo investigó un fiscal de Derechos Humanos y pasó luego al Juzgado 56 de Bogotá, que a mediados del año pasado dicto sentencia condenatoria contra los paramilitares Elkin Casarrubio y Ever Velosa, que confesaron el crimen. También obligó a indemnizar a la familia, pero hasta ahora yo no he reclamado nada porque no sé cómo es el proceso de indemnización, por eso busqué la ayuda de la CUT. Yo sé que no hay plata en el mundo con que reparar el dolor y el daño que nos causaron, pero me parece injusto que si ya se esclareció el crimen el gobierno lo repare, aunque sea con plata. También estoy promoviendo un acto por la memoria de mi esposo en la plaza de Tulúa, para reivindicar y limpiar su nombre, porque por mucho tiempo se mantuvo la versión de que fue asesinado por lío de faldas, y ya se sabe que lo mataron los paramilitares por ser sindicalista y líder social”.

Ulises Rengifo

Miembro de Sintraestatales en el departamento de Cauca. Fue víctima de secuestro con fines homicidas por parte de un grupo paramilitar. La movilización de sus compañeros le salvó la vida.

“El 24 de noviembre de 2004, siendo funcionario en los talleres editoriales de la Gobernación del Cauca, fui abordado por tres hombres con distintivos del CTI. Llegaron a mi oficina y me dijeron que necesitaban aclarar una querella que había contra mí. Ya dentro del carro en el que me llevaron, un auto rojo con vidrios polarizados, se quitaron los distintivos y me dijeron que no eran del CTI sino paramilitares. Usted es un jefe guerrillero y lo vamos a matar, me dijeron. Mi intención inmediata fue volarme, pero me doblegaron, me esposaron y me taparon la cabeza con un trapo. No había avanzado el carro tres cuadras cuando, no sé por qué, se devolvió en contravía, paró un momento y uno de los hombres salió. Eso me salvó la vida porque un compañero de la oficina me alcanzó a ver adentro con la cabeza tapada, y de inmediato lanzó la alerta. Los hombres me llevaron a una casa en las afueras de Popayán y durante cuatro horas me torturaron dizque para que confesara, mientras por un radio hablaban con un jefe. Como yo no les respondía nada porque no tenía idea de lo que me preguntaban, escuché que le reportaron al jefe que yo era un guerrillero de verdad, que prefería morirme antes que soltar la lengua. Al rato el jefe llamó por el radio y ordenó que no me hicieran nada, que me soltaran, porque me habían reclamado. De no ser por la bulla que hicieron mis compañeros de oficina, que me buscaron por todas partes, hoy exactamente hubiera cumplido 64 meses de muerto. Sin embargo, a los pocos días me detuvo la Fiscalía arbitrariamente, y para justificar mi detención los agentes pusieron balas de fusil en mi casa, y por ese montaje me vincularon y procesaron. Estuve detenido más de 3 años. Perdí mi trabajo en la Gobernación y ahora estoy desempleado”.

Marta Cecilia Socha Quiroga

Esposa de Benjamín Ramos Rangel, profesor del colegio de Guamal, en el departamento de Magdalena, y presidente del sindicato del municipio. Fue asesinado 19 de febrero de 2005.

“Un antecedente fue que al hermano de mi esposo le asesinaron a su compañera, y a mi esposo lo amenazaron. El tomó muy en serio esas amenazas y por eso le solicitó al rector del colegio de Guamal un permiso especial para no asistir a dictar clases mientras se calmaba el asunto. El rector no aceptó y lo obligó a seguir dictando sus clases. En vista de esto mi esposo puso un denuncio en la Fiscalía 16 del Banco Magdalena, que se demoró 3 meses para responderle que ese delito no era de su competencia, y reenvió el denuncio a la policía de Guamal, que era la competente para atender el caso. Entre los municipios del Banco y Guamal hay apenas una hora por carretera, pero Adpostal se demoró un mes para entregar ese correo. Cuando la denuncia llegó al comando de policía de Guamal, éste la desapareció, o al parecer se la entregaron a los paramilitares, porque 8 días después lo asesinaron. La Fiscalía se sacó en limpio diciendo que mi esposo había tenido la culpa de su muerte, porque cuando presentó la denuncia por las amenazas que le habían hecho debió haber llenado un formulario en el que solicitara protección. Él no lo llenó porque el funcionario que lo atendió no se lo dio a llenar. Posteriormente la Procuraduría Regional dio un fallo diciendo que la Fiscalía sí tenía la culpa, pero el juez no fue de esa opinión y fallo desfavorable contra la denuncia. Así que el crimen sigue en la impunidad”.

Ana Cecilia Pineda

Hija de José Rogelio Pineda, directivo de Sintraelecol de Caldas, asesinado el 12 de abril de 2002 en el interior de un hotel del municipio de Aranzazu, hecho en el que también fue acribillado Hernán de Jesús Ortiz, vicepresidente del sindicato de educadores de Caldas, Educal.

“Mi papá tenía 42 años cuando lo mataron. No tengo palabras para describir cómo era él, pero sí sé que fue una persona que luchó incansablemente por la causa sindical y supo formar a sus tres hijos. Fue un ejemplo para todos nosotros, y más que padre fue mi amigo. Él había viajado a Aranzazu para participar en un encuentro sindical y se alojó en un hotel, en una pieza vecina a la de Hernán de Jesús Ortiz. Y hasta ese hotel, a bordo de una camioneta y dos motos, llegaron los sicarios que los mataron a los dos. El proceso judicial en Manizales prácticamente se cerró, porque la Fiscalía dijo que no había pruebas. Hay sí un detenido, una persona que algunos testigos vieron acompañando a los sicarios que cometieron el crimen. Pero el hombre, que está detenido por otros crímenes que ha cometido, no quiere hablar del caso de mi papá, dice que fue obra de los paramilitares y que él nada tuvo que ver. Por eso pusimos una demanda internacionalmente, asesorados por abogados de Derechos Humanos. Quiero decir que con la muerte de mi papá la familia se traumatizó por completo. Mi hermano mayor cayó un tiempo en las drogas, pero gracias a Dios se recuperó y ahora estudia en la Universidad de Caldas. Somos tres hermanos y yo soy la mayor, la mano derecha de mi mamá, y soy la que está al frente del proceso judicial y a la espera de que por fin se haga justicia. Porque yo digo que uno tiene un día para nacer y otro para morir, pero no de la forma como me arrebataron a mi papá”.

John Hernán Calderón

Hijo de Dionisio Hernán Calderón, presidente del Sindicato de Trabajadores del Municipio de Yumbo, asesinado en 1985.

“El mayor pecado que cometió mi papá fue haber defendido a su pueblo, a la clase obrera, ya que en esa época, por acción de los políticos de turno, reinaba la incertidumbre por todas partes, tanto en el pueblo como en la organización sindical. Mi padre libró una dura batallas al interior del sindicato para poder quitar el dominio patronal y convertirlo en un sindicato de clase, independiente. Eso se consiguió porque contaba con una base de trabajadores beligerantes, y de ahí en adelante se convirtió en la piedra en el zapato para las administraciones municipales de Yumbo, y logró conquistas importantes. La ola de violencia y terror que se dio entre los años 1982 y 1985 fue impresionante: asesinatos selectivos de líderes sociales, en algunos de los cuales se comprobó la mano de la policía. A raíz de esto mi padre, como presidente del sindicato del Municipio, en asocio de las juntas de acción comunal de Yumbo, convocó a un cabildo abierto, donde denunciaron con nombre propio a los agentes del Estado involucrados en los asesinatos. Eso le costó la vida: a las siete de la noche del 28 de septiembre de 1985, dentro de nuestra propia casa y en presencia de sus hijos, varios hombres entraron y le propinaron 9 balazos. Nosotros quedamos consternados, no sabíamos qué hacer en ese momento, pues todos estábamos muy pequeños. No pudimos poner demanda por el crimen porque nos amenazaron y nos hicieron seguimientos, tanto que nos vimos forzados a irnos de Yumbo y a estar lejos durante dos años. Volvimos a intentar poner la demanda pero otra vez nos volvieron a amenazar. Ahora el caso está en manos de la Fiscalía y de la justicia internacional, pues hace 6 años lo denunciamos asesorados por Reiniciar, que es una organización de Derechos Humanos”.

Rosa Elena Bernal

Hermana de Olga Ester Bernal, educadora sindicalista desaparecida hace 22 años en el Valle del Cauca, donde en los últimos 10 años han sido asesinados otros 38 educadores. Su cadáver no ha sido encontrado.

“Mi hermana era una mujer íntegra, valiente, comprometida con la lucha sindical, y por eso fue detenida y desaparecida en enero de 1988. Muchos dirán que eso fue hace mucho tiempo, pero es que la memoria no la podemos dejar quieta. Es necesario que nos llenemos de motivos para seguir luchando. Lo que busca el gobierno y este sistema asesino es que nos volvamos insensibles frente a lo que le pasa a cada uno de los seres humanos que luchamos y nos comprometemos con la vida. Si tenemos la piel arrozuda y las lágrimas al borde, es porque todavía tenemos la capacidad de movernos y seguir luchando. Por la connotación que tiene el caso de mi hermana, después de 10 años de lucha a nivel nacional e internacional logramos que la Corte Interamericana sacara una resolución condenando al Estado Colombiano por este crimen. Producto de esta denuncia, del caso se ocupó un fiscal sin rostro que logró demostrar que los autores materiales de la detención y desaparición de mi hermana fueron tres agentes del F-2, e implicó también a Guillermo Julio Chávez Ocaña, comandante en ese momento de la policía de Buenaventura, un personaje que por donde pasó dejó estelas de sangre, como la masacre de Trujillo, Valle. Y aún así llegó a ser el director de inteligencia de la Policía Nacional, responsable de las chuzadas a dirigentes populares y defensores de Derechos humanos. El fiscal sin rostro que investigó el caso logró convencer a uno de los autores materiales del crimen para que denunciara a los autores intelectuales. ¿Pero qué pasó? Le pusieron una bomba en al cárcel de Palmira donde estaba detenido, para que no denunciara. El año pasado se volvió a retomar la investigación del caso, buscando que los autores intelectuales paguen por el crimen, y a raíz de eso en noviembre del año pasado allanaron la casa de mi hermana y la acusaron de ser subversiva. Es lo mismo de siempre: cada vez que se hace una denuncia, inmediatamente dicen que es porque es guerrillero, o auxiliar o por lío de faldas”.

María Victoria Jiménez Salazar

Bacterióloga del Hospital de Santafé de Antioquia, dirigente del sindicato Anthoc en este municipio, y también integrante de la Junta Directiva del hospital en representación del cuerpo médico. Sobrevivió a un ataque de dos hombres que la apuñalearon.

“Yo nunca he tenido enemigos, en el pueblo me quieren igual que los compañeros del trabajo. Pero empecé a padecer acosos laborales en mi contra a raíz de una denuncia que hice sobre irregularidades que encontré en la compra de algunos insumos para el hospital que fueron a parar a manos de funcionarios de la dirección del hospital. Un día, cerca de mi casa que queda en una finca cercana al pueblo, vi a dos hombres sospechosos en una moto. Al día siguiente, a eso de la una y media de la tarde, cuando regresaba del hospital y pesé por un parque cercano a mi casa, volví a ver la misma moto con los dos hombres, y esta vez sí alcancé a verles la cara, por lo que arrancaron a toda velocidad. Esa misma tarde me tocó volver al hospital porque me llamaron para que revisara unas pruebas de laboratorio, y eso me ocupó hasta las siete y meda de la noche, hora en que salí y me dirigí hacia mi casa. Pero cuando estaba abriendo el portón de la finca inmediatamente dos tipos se me abalanzaron, seguramente los mismos de la moto porque no alcancé a reconocerlos. Uno me tapó la boca mientras el otro me propinaba lo que yo pensaba que eran golpes. Yo medio me les zafé y empecé a gritar y entonces en la casa, que queda a una media cuadra del portón, los perros ladraron y de la finca vecina también salió gente. Eso me salvó, pero quedé muy herida porque lo que yo creí que eran golpes eran puñaladas que me estaban dando, y además me golpearon muy duro en la cara. Me llevaron de urgencia al hospital, me revisaron y vieron que tenía 7 puñaladas y fracturas en la nariz y en una costilla. Después me mandaron a Medellín a un cirujano plástico porque quedé muy mal. Afortunadamente diez días antes de este suceso había puesto una demanda de acoso laboral en la oficina del trabajo, y eso quedó como antecedente, porque la idea es que eso que me hicieron no quede impune”.

Jorge Sará Marrugo

Hijo de Aury Sará, presidente de la USO en Cartagena, secuestrado, torturado y asesinado en diciembre de 2001 por sicarios de las Autodefensas Unidad de Colombia. Públicamente Salvatore Mancuso y Jorge “40” reconocieron ser los autores materiales e intelectuales del crimen.

“Mi padre era una persona muy querida entre la familia y la gente del barrio en Cartagena, donde, en el momento en el que lo mataron, era presidente del sindicato de ECOPETROL. Era un hombre muy amable y bastante trabajador. Tenía la capacidad de estar metido en muchas actividades a la vez, sin descuidar sus obligaciones con la familia ni en su trabajo ni con el sindicato. Él sabía que lo iban a matar, según se lo contó a mi abuela, o sea la mamá de él, pero trataba de tranquilizarnos a todos. En una ocasión le dijo a mi abuela que él ya se había retirado del sindicato, para que no se preocupara, pero no era verdad. Quizá lo pensó, pero nunca dejó el sindicato, porque él nació para eso, para luchar por los trabajadores. Incluso le molestaba la diferencia de clase que hay en nuestra propia familia, donde los parientes que tienen buenos recursos no ayudan para nada a los que están mal económicamente. Su muerte nos afectó muchísimo a sus hijos, que somos tres: mi persona, que en ese momento tenía 13 años; Catalina, que tenía 8 años y Estefanía, la más pequeña. Por eso sé que un asesinato no sólo puede destrozar una persona sino también una familia, porque después de que a él lo asesinan la familia se dividió más. Por el crimen de mi padre en Cartagena se les abrió juicio a los paramilitares Mancuso y Jorge “40”, pero con la extradición de ellos a Estados Unidos ese crimen va camino de quedar en la impunidad”.

Tomado de: alasbarricadas.org

Recordemos lo sucedido en febrero del 2000 en El Salado, Bolívar.

El pueblo que sobrevivió a una masacre amenizada con gaitas

En El Salado, durante tres días de febrero de 2000, los paramilitares se dedicaron a arrancar orejas con cuchillos, a ahorcar a las mujeres, a matar con martillos, disparos, puñales, y a degollar a sus víctimas a ritmo de gaitas y tambores. Alberto Salcedo Ramos, nueve años después, visitó este pueblo, "el pueblo de la masacre".

Sucede que los asesinos —advierto de pronto, mientras camino frente al árbol donde fue colgada una de las 66 víctimas— nos enseñan a punta de plomo el país que no conocemos ni en los libros de texto ni en los catálogos de turismo. Porque, dígame usted, y perdone que sea tan crudo, si no fuera por esa masacre ¿cuántos bogotanos o pastusos sabrían siquiera que en el departamento de Bolívar, en la Costa Caribe de Colombia, hay un pueblo llamado El Salado? Los habitantes de estos sitios pobres y apartados solo son visibles cuando padecen una tragedia. Mueren, luego existen.

José Manuel Montes, mi guía, un campesino rollizo y taciturno que se ha pasado la vida sembrando tabaco, asiente con la cabeza. Cae la tarde del sábado, empieza la sonata de las cigarras. El sol ya se ocultó pero su fogaje permanece concentrado en el aire. Mi acompañante cuenta entonces que en este punto en el que estamos ahora, más o menos aquí, en la mitad de la cancha, los paramilitares torturaron a Eduardo Novoa Alvis, la primera de sus víctimas. Le arrancaron las orejas con un cuchillo de carnicería y después le embutieron la cabeza en un costal. Lo apuñalaron en el vientre, le descerrajaron un tiro de fusil en la nuca. Al final, para celebrar su muerte, hicieron sonar los tambores y gaitas que habían sustraído previamente de la Casa de la Cultura. En los alrededores desolados de este campo de microfútbol apenas hay un par de burros lánguidos que se rascan entre sí las pulgas del espinazo. Sin embargo, es posible imaginar cómo se veían esos espacios aquella mañana del viernes 18 de febrero del año 2000, cuando los indefensos habitantes se encontraban apostados allí por orden de los verdugos.

—Casi toda la gente estaba sentada en ese costado —dice Montes, mientras señala un montículo de arena parda que se encuentra perpendicular a la iglesia, a unos veinte metros de distancia.

Hoy por la mañana, al despuntar el día, Édita Garrido me había mostrado esa misma lomita de tierra. Ella, una aldeana enjuta de tez cetrina, también sobrevivió para echar el cuento. Los paramilitares, dijo, llegaron al pueblo un poco antes de las nueve, disparando en ráfagas y profiriendo insultos. Debajo de su cama, en el piso, donde se hallaba escondida, Édita oyó la algarabía de los bárbaros:

—¡Partida de malparidos: párense firmes, que somos los paracos y vamos a acabar con este pueblo de mierda!

—¡Eso les pasa por ser sapos de la guerrilla!

En seguida arrancaron a los pobladores de sus casas y los condujeron como borregos de sacrificio hacia la cancha. Allí —aquí— los obligaron a sentarse en el suelo. En el centro del rectángulo donde normalmente es situado el balón cuando va a empezar el partido, se plantaron tres de los criminales. Uno de ellos blandió un papel en el que estaban anotados los nombres de los lugareños a quienes acusaban de colaborarle a la guerrilla. En la lista, después de Novoa Alvis, seguía Nayibis Osorio. La arrastraron prendida por el pelo desde su casa hasta el templo, acusada de ser amante de un comandante guerrillero. La sometieron al escarnio público, la fusilaron. Y a continuación, en el colmo de la sevicia, le clavaron en la vagina una de esas estacas filosas que utilizan los campesinos para ensartar las hojas de tabaco antes de extenderlas al sol. "¿A quién le toca el turno?", preguntó en tono burlón uno de los asesinos, mientras miraba a los aterrados espectadores. El compañero que manejaba la lista le entregó el dato solicitado: Rosmira Torres Gamarra. Separaron a la señora del grupo, le amarraron al cuello una soga y comenzaron a jalarla de un lado al otro, al tiempo que imitaban los gritos de monte característicos de la arriería de ganado en la región. La ahorcaron en medio de un nuevo estrépito de tambores y gaitas. Luego ametrallaron, sucesivamente, a Pedro Torres Montes, a Marcos Caro Torres, a José Urueta Guzmán y a un burro vagabundo que tuvo la desgracia de asomar su hocico por aquel inesperado recodo del infierno. Uno de los paramilitares amenazó a la muchedumbre: el que llore será desfigurado a tiros. Otro levantó su arma por el aire como una bandera y prometió que no se iría de El Salado sin volarle los sesos a alguien. "Díganme cuál es el que me toca a mí, díganme cuál es el que me toca a mí", repetía, mientras caminaba por entre el gentío con las ínfulas de un guapetón de cine. Hubo más muertes, más humillaciones, más redobles de tambores. Varios tramos de la cancha se encontraban alfombrados por el reguero de cadáveres y órganos tronchados que había dejado la carnicería. Entonces, como al parecer no quedaban más nombres pendientes en la lista, los paramilitares se inventaron un juego de azar perverso para prolongar la pesadilla: pusieron a los habitantes en fila para contarlos en voz alta. La persona a la cual le correspondiera el número 30 —advirtió uno de los verdugos— estiraría la pata. Así mataron a Hermides Cohen Redondo y a Enrique Medina Rico. Después llevaron su crueldad, convertida ya en un divertimento, hasta el extremo más delirante: de una casa sacaron un loro y de otra un gallo de riña, y los echaron a pelear en medio de un círculo frenético. Cuando, finalmente, el gallo descuartizó al loro a punta de picotazos, estalló una tremenda ovación.

Ahora, José Manuel Montes me explica que la mortandad de la cancha era apenas una parte del desastre. El país ha conocido después —gracias a los familiares de las víctimas, a las confesiones de los verdugos y al copioso archivo de la prensa— los pormenores de la masacre. Fue consumada por 300 hombres armados que portaban brazaletes de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Los paramilitares comenzaron a acordonar el área desde el miércoles 16 de febrero de 2000. Mientras estrechaban el cerco sobre El Salado, se dedicaron a asesinar a los campesinos que transitaban inermes por las veredas. No los mataban a bala sino a golpes de martillo en la cabeza, para evitar ruidos que alertaran a los desprevenidos habitantes que se encontraban aún en el pueblo. El viernes 18, ya durante la invasión, forzaron las casas que permanecían cerradas y ametrallaron a sus ocupantes. Cometieron abusos sexuales contra varias adolescentes, obligaron a algunas mujeres adultas a bailar desnudas una cumbiamba. Por la noche les ordenaron a los sobrevivientes regresar a sus moradas. Pero eso sí: les exigieron que durmieran con las puertas abiertas si no querían amanecer con la piel agujereada. Entre tanto ellos, los bárbaros, se quedaron montando guardia por las calles: bebieron licor, cantaron, aporrearon otra vez los tambores, hicieron aullar las gaitas. Se marcharon el sábado 19 de febrero, casi a las cinco de la tarde. A esa hora los lugareños corrieron en busca de sus muertos. El panorama con el cual se toparon era lo más horrendo que hubiesen visto jamás: la cancha que con tanto esfuerzo les habían construido a sus hijos cinco años atrás, estaba convertida en una cloaca de matadero público: manchones de sangre seca, enjambres de moscas, atmósfera pestilente. Y, para rematar, los cerdos callejeros les caían a dentelladas a los cadáveres, corrompidos ya por el sol.

—Mi marido —dijo Édita Garrido esta mañana— ayudó a cargar uno de esos cadáveres, y cuando terminó tenía las manos llenas de pellejo podrido.

Le reitero a José Manuel Montes que mi visita se debe a la matazón cometida por los paramilitares. Si no se hubiese presentado ese hecho infame, seguramente yo andaría ahora perdiendo el tiempo frente a las vitrinas de un centro comercial en Bogotá, o extraviado en una siesta indolente. El terrorismo, fíjese usted, hace que algunos de quienes todavía seguimos vivos, pongamos los ojos más allá del mundillo que nos tocó en suerte. Por eso nos conocemos usted y yo. Y aquí vamos juntos, recorriendo a pie los 150 metros que separan la cancha del panteón donde reposan los mártires. Mientras avanzamos, digo que acaso lo peor de estos atropellos es que dejan una marca indeleble en la memoria colectiva. Así, la relación que la psiquis establece entre el lugar afectado y la tragedia es tan indisoluble como la que existe entre la herida y la cicatriz. No nos engañemos: El Salado es "el pueblo de la masacre", así como San Jacinto es el de las hamacas, Tuchín el de los sombreros vueltiaos y Soledad el de las butifarras. Hemos llegado por fin al monumento erigido en honor a las personas acribilladas. En el centro del redondel donde yacen las osamentas, se levanta una enorme cruz de cemento. La pusieron allí como el típico símbolo de la misericordia cristiana, pero en la práctica, como no hay a la entrada de El Salado ningún cartel de bienvenida, esta cruz es la señal que le indica al forastero dónde se encuentra el mojón que demarca el territorio del pueblo. Porque en muchas regiones olvidadas de Colombia, fíjese usted, los límites geográficos no son trazados por la cartografía sino por la barbarie. Al distinguir los nombres labrados en las lápidas con caligrafía primorosa, soy consciente de que camino por entre las tumbas de compatriotas a quienes ya no podré ver vivos. Habitantes de un país terriblemente injusto que solo reconoce a su gente humilde cuando está enterrada en una fosa. ?

***

Domingo de rutina en El Salado: Nubia Urueta hierve el café en una hornilla de barro. Vitaliano Cárdenas les echa maíz a las gallinas. Eneida Narváez amasa las arepas del desayuno. Miguel Torres hiende la leña con un hacha. Juan Arias se apresta a sacrificar una novilla. Juan Antonio Ramírez cuelga la angarilla de su burro en una horqueta. Hugo Montes viaja hacia su parcela con un talego de semillas de tabaco. Édita Garrido pela yucas con un cuchillo de punta roma. Eusebia Castro machaca panela con un martillo. Jamilton Cárdenas compra aceite al menudeo en la tienda de David Montes. Y Oswaldo Torres, quien me acompaña en este recorrido matinal, fuma su tercer cigarrillo del día. Los demás lugareños seguramente están dentro de sus moradas haciendo oficios domésticos, o en sus cultivos agrandando los surcos de la tierra. A las ocho de la mañana el sol flamea sobre los techos de las casas. Cualquier visitante desprevenido pensaría que se encuentra en un pueblo donde la gente vive su vida cotidiana de manera normal. Y hasta cierto punto es así. Sin embargo —me advierte Oswaldo Torres— tanto él como sus paisanos saben que, después de la masacre, nada ha vuelto a ser como en el pasado. Antes había más de 6000 habitantes. Ahora, menos de 900. Los que se negaron a regresar, por tristeza o por miedo, dejaron un vacío que todavía duele.

Le digo a Oswaldo Torres que el sobreviviente de una masacre carga su tragedia a cuestas como el camello a la joroba, la lleva consigo adondequiera que va. Lo que se encorva bajo el pesado bulto, en este caso, no es el lomo sino el alma, usted lo sabe mejor que yo. Torres expulsa una bocanada de humo larga y parsimoniosa. Luego admite que, en efecto, hay traumas que perduran. Algunos de ellos atacan a la víctima a través de los sentidos: un olor que permite evocar la desgracia, una imagen que renueva la humillación. Durante mucho tiempo, los habitantes de El Salado esquivaron la música como quien se aparta de un garrotazo. Como vieron agonizar a sus paisanos entre ramalazos de cumbiamba improvisados por los verdugos sentían, quizá, que oír música equivalía a disparar otra vez los fusiles asesinos. Por eso evitaban cualquier actividad que pudiese derivar en fiesta: nada de reuniones sociales en los patios, nada de carreras de caballo. Pero en cierta ocasión, un psicólogo social que escuchó sus testimonios en una terapia de grupo les aconsejó exorcizar el demonio. Resultaba injusto que los tambores y gaitas de los ancestros, símbolos de emancipación y deleite, permanecieran encadenados al terror. Así que esa misma noche bailaron un fandango apoteósico en la cancha de la matanza. Fue como renacer bajo aquel firmamento tachonado de velas prendidas que anunciaban un sol resplandeciente.

En este momento, paradójicamente, el sol se ha escondido. El cielo encapotado amenaza con desgajarse en un aguacero. Torres recuerda que cuando ocurrió la masacre, en febrero de 2000, todos los habitantes se marcharon de El Salado. No se quedaron ni los perros, dice. Pues, bien: él, Torres, fue una de las 120 personas —100 hombres y 20 mujeres— que encabezaron el retorno a su tierra, en noviembre del año 2002. Cuando llegaron —cuenta— El Salado se hallaba extraviado bajo un boscaje de más de dos metros de alto. Uno de los paisanos se encaramó en el tanque elevado del acueducto para precisar dónde quedaba la casa de cada quien. En seguida se entregaron a la causa de rescatar al pueblo de las garras del caos. Un día, tres días, una semana, enfrascados en una lucha primitiva contra el entorno agresivo, como en los tiempos de las cavernas, corte un bejuco por aquí, queme un panal de avispas furiosas por allá, mate una serpiente cascabel por el otro lado. La proliferación de bichos era desesperante.

—Si uno bostezaba —dice Torres— se tragaba un puñado de mosquitos.

Para defenderse de las oleadas de insectos, todos, inclusive los no fumadores, mantenían un tabaco encendido entre los labios. Además, fumigaban el suelo con querosene, armaban fogatas al anochecer.

Dormían apretujados en cinco casas contiguas del Barrio Arriba, pues temían que los bárbaros regresaran. Reunidos —decían— serían menos vulnerables. Su consigna era que quien quisiera matarlos, tendría que matarlos juntos. Tan grande era el miedo en aquellos primeros días del retorno que algunos dormían con los zapatos puestos, listos para correr de madrugada en caso de que fuera necesario. Al principio subsistieron gracias a la caridad de los pueblos vecinos —Canutal, Canutalito, El Carmen de Bolívar y Guaimaral— cuyos moradores les regalaban víveres, frazadas y pesticidas. Cuando terminaron de segar la maraña, cuando quemaron el último montón de ramas secas, se dedicaron a poner en su sitio, otra vez, los elementos perdidos del universo: el caney del patio, el establo, la burra baya, el garabato, la alacena de las hojas de tabaco, el canto del gallo, el ladrido de los perros, los juegos de los niños, los amores furtivos en los callejones oscuros, la ollita tiznada del café, la visita del compadre. Entonces volvieron los sobresaltos: la guerrilla de las Farc (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) los acusó de ser colaboradores clandestinos de los paramilitares. ¿Habrase visto ironía más grande? ¡Si los masacraron, precisamente, porque se les consideraba compinches de los guerrilleros!

Oswaldo Torres advierte, mientras chupa su eterno cigarrillo, que los problemas de orden público en El Salado se debían al simple hecho de pertenecer geográficamente a los Montes de María, una región agrícola y ganadera disputada durante años por guerrilleros y paramilitares. En los periodos más críticos de la confrontación, los habitantes vivían atrapados entre el fuego cruzado, hicieran lo que hicieran. Y siempre parecían sospechosos aunque no movieran ni un dedo. Ciertamente, algunos paisanos —bajo intimidación o por voluntad propia— le cooperaron a un bando o al otro. Tal circunstancia resultaba inevitable dentro de un conflicto corrompido en el cual los combatientes tomaban como escudo a la población civil. Hugo Montes, un campesino que ni siquiera terminó la educación primaria, me explicó el asunto, anoche, con un brochazo del sentido común que les heredó a sus antepasados indígenas.

—Es que donde hay tanta gente, nunca falta el que mete la pata.

En seguida encogió los hombros, me miró a los ojos y me retó con una pregunta:

—¿Y qué podíamos hacer los demás, compa, qué podíamos hacer?

—Lo único que podíamos hacer —responde Torres ahora— era pagar los platos rotos.

Su respiración es afanosa porque vamos subiendo una senda empinada. De pronto, mira hacia el cielo como si suplicara clemencia, pero en realidad —según me dice, jadeante— está inquieto por un nubarrón que parece a punto de romperse encima de nuestras cabezas. Torres retoma una idea que planteamos al principio de nuestra caminata: en este momento, cualquier visitante desprevenido pensaría que los pobladores de El Salado viven otra vez, venturosamente, su vida diaria. Y hasta cierto punto es así —repite— porque ellos han retornado al terruño que aman. Mal que bien, hoy cuentan con la opción de disfrutar en forma tranquila los actos más entrañables de la cotidianidad, como se percibe en esta calle por la cual avanzamos: una niña escruta el horizonte con su monóculo de juguete, un niño retoza en el piso con sus bolitas de cristal, una muchacha peina a un anciano plácido. Sin embargo, ya nada será tan bueno como en la época de los abuelos, cuando ningún hombre levantaba la mano contra el prójimo, y los seres humanos se morían de puro viejos, acostados en sus camas. La violencia les produjo muchos daños irreparables. Espantó, a punta de bombazos y extorsiones, a las dos grandes empresas que compraban las cosechas de tabaco en la región. Enraizó el pánico, la muerte y la destrucción. Provocó un éxodo pavoroso que dejó el pueblo vaciado, para que lo desmantelaran las alimañas de toda índole. Cuando los habitantes regresaron, casi dos años después de la masacre, descubrieron con sorpresa que la mayor parte de la tierra en la que antes sembraban tenía otros dueños. Ya no había ni maestros ni médicos de planta, y ni siquiera un sacerdote dispuesto a abrir la iglesia cada domingo.

El nubarrón suelta, por fin, una catarata de lluvia que rebota enardecida contra el suelo arenoso.

***

Los dos únicos centros educativos que quedan en el pueblo funcionan en una casa esquinera de paredes descoloridas. Uno es la Escuela Mixta de El Salado, dueña de este inmueble, y otro, el Colegio de Bachillerato Alfredo Vega. Varios chiquillos contentos corretean por el patio esta mañana de lunes. En el primer salón que uno encuentra tras el portón, los niños se aplican a la tarea de elaborar un cuadro sinóptico sobre las bacterias y otro sobre las algas. El número de alumnos ni siquiera sobrepasa el centenar, pero el problema mayor es otro: el bachillerato apenas está aprobado hasta noveno grado. Los estudiantes interesados en cursar los dos grados restantes deben mudarse para El Carmen de Bolívar, lo que demanda unos gastos que no se compadecen con la pobreza de casi todos los pobladores. En consecuencia, muchos jóvenes renuncian a concluir su educación y se convierten en jornaleros como sus padres.

Tal es el caso de María Magdalena Padilla, 20 años, quien a esta hora hierve leche en una olla vetusta. En 2002, cuando se produjo el retorno de los habitantes tras la masacre, María Magdalena fue noticia nacional de primera página. En cierta ocasión, una mujer que debía ausentarse de El Salado dejó a su hija de cinco años bajo la custodia de María Magdalena. Para matar el tiempo, las dos criaturas se pusieron a jugar a las clases: María Magdalena era la maestra. Y la niña más pequeña, la alumna. Una vecina que vio la escena también envió a su hijo chiquito, y luego otra señora le siguió los pasos, y así se alargó la cadena hasta llegar a 38 niños. Como no había escuelas, el divertimento se fue tornando cada vez más serio. En esas apareció una periodista que quedó maravillada con la historia, una periodista que, folclóricamente, le estampilló a la protagonista el mote de "Seño Mayito", dizque porque María Magdalena sonaba demasiado formal. El novelón caló en el alma de los colombianos. A María Magdalena la retrataron al lado del Presidente de la República, la ensalzaron en la radio y en la televisión, la pasearon por las playas de Cartagena y por los cerros de Bogotá. Le concedieron —vaya, vaya— el Premio Portafolio Empresarial, un trofeo que hoy es un trasto inútil arrinconado en su habitación paupérrima. Los industriales le mandaron telegramas, los gobernadores exaltaron su ejemplo. Pero en este momento, María Magdalena se encuentra triste porque, después de todo, no ha podido estudiar para ser profesora, como lo soñó desde la infancia. "No tenemos dinero", dice con resignación. Lejos de los reflectores y las cámaras, no resulta atractiva para los falsos mecenas que la saturaron de promesas en el pasado. Pienso —pero no me atrevo a decírselo a la muchacha— que ahí está pintado nuestro país: nos distraemos con el símbolo para sacarle el cuerpo al problema real, que es la falta de oportunidades para la gente pobre. Les damos alas a los personajes ilusorios como "la Seño Mayito", para después arrancárselas a los seres humanos de carne y hueso como María Magdalena. En el fondo, creamos a estos héroes efímeros, simplemente, porque necesitamos montar una parodia de solidaridad que alivie nuestras conciencias.

Eso sí: los problemas persisten, se agrandan. La vecina de María Magdalena se llama Mayolis Mena Palencia y tiene 23 años. Está sentada, adolorida, en un taburete de cuero. Ayer, después del tremendo aguacero que cayó en El Salado, resbaló en el patio fangoso de la casa y cayó de bruces contra un peñasco. Perdió el bebé de tres meses que tenía en el vientre. Y ahora dice que todavía sangra, pero que en el pueblo, desde los tiempos de la masacre, no hay ni puesto de salud ni médico permanente. Yo la miro en silencio, cierro mi libreta de notas, me despido de ella y me alejo, procurando pisar con cuidado para no patinar en la bajada de la cuesta. Veo las calles barrosas, veo un perro sarnoso, veo una casucha con agujeros de bala en las paredes. Y me digo que los paramilitares y guerrilleros, pese a que son un par de manadas de asesinos, no son los únicos que han atropellado a esta pobre gente.

Por: ALBERTO SALCEDO RAMOS
Tomado de: soho.com.co