Hace unos ocho años, llevé a un hombre agonizante a un hospital. Se armó una suerte de zambra verbal, porque exigieron un depósito de un millón de pesos. “De lo contrario, no lo podemos atender”. El paciente (¿el cliente?) seguía ahí, tirado, sin darse cuenta de lo que sucedía. Eran gajes de la Ley 100, que, entre muchos despropósitos, convirtió a la medicina en un negocio desalmado.
Hubo que salir con el moribundo hacia otros centros de atención, en los cuales, en esencia, dijeron lo mismo. Tal vez con una diferencia: el depósito era mayor. La “muerte por la Ley 100”, como comenzó a denominarse, se extendió como una peste. El esperpento, que privatizó la salud y convirtió en archimillonarias a muchas instituciones del ramo, volvió protagonista del “acto médico” no al paciente, sino a la factura y las chequeras.
Desde hace tiempos los atentados oficiales contra la salud en Colombia, no sólo han originado muertos y desatenciones, sino dejado por fuera del sistema a más de doce millones de personas. Ahora, con la Emergencia Social, que más que una tragedia es toda una farsa del gobierno, el recorte de derechos es brutal. Y criminal. Los decretos, calificados de chambones, mal redactados, que el Presidente dice que no leyó antes de firmar (¿quién se lo cree?), trascienden el asunto gramatical y muestran el interés gubernamental en hacer crecer las arcas de los traficantes de la salud en el país y condenan a muerte a infinidad de personas que carecen de recursos para atender sus enfermedades.
Digamos que esta situación siniestra y antidemocrática no es extraña en un gobierno que ha estado en contra de los desamparados. Sus propósitos, en el campo mencionado, es que los intermediarios de la salud ganen más y gasten menos. Nada raro, como advirtió alguien, que esas mismas empresas de salud o mercaderes de la muerte ahora tengan también servicios funerarios. Negocio redondo. Claro que a la postre también dirán que no le enterramos al muertito si no pagan con creces el funeral.
La cruel farsa uribista aumenta cuando el Presidente, haciéndose el que nada sabía, casi como si los decretos de Emergencia Social hubieran sido hechos a sus espaldas, sale a hacerse entrevistar en medios de comunicación a cacarear que lo escrito en aquéllos puede eliminarse en la reglamentación de los mismos sin modificarlos. Y en este punto es cuando hay que hacer como el famoso actor: reír llorando.
La táctica (vieja y gastada) es tirarle la pelota al ministro de Protección (?) Social, que si tuviera dignidad ya debiera haber renunciado, para que con su actitud de “yo no fui”, salga a desbarrar y tratar de confundir a los cándidos. Como ya se sabe, en la confección de los malhadados decretos participaron representantes de los intermediarios de salud, los más interesados en seguir obteniendo exorbitantes ganancias, como las logran, por ejemplo, los banqueros, a favor de los cuales se legisla en este país de desgracias sin cuento.
Los atentados contra la salud, en efecto, vienen desde hace rato, pero ahora se han perfeccionado. Por encima de la salud de los colombianos, está la salud financiera de las empresas intermediarias. En 2002 se expidió un decreto que prohibió a la industria farmacéutica colombiana la producción de nuevos medicamentos genéricos, más baratos que los de “marca”. Y todo con el fin de concederles más privilegios a los monopolios transnacionales.
Es probable que la Emergencia Social esté destinada a acabar con tanto pobre (más de 20 millones), así como lo están el desempleo (uno de los más altos de América Latina), las continuas alzas de la gasolina y de la canasta familiar. Y es que hasta razón tendrán los negociantes de la salud, que tienen en el gobierno a su máximo promotor: la abundancia de pobres no resulta rentable para ellos. Y por eso, los cuestionados decretos pueden ser otro modo de la eutanasia masiva. ¡Ah!, se me olvidaba decir que el moribundo del principio no sobrevivió: lo mató la Ley 100.
Por: Reinaldo Spitaletta
Tomado de: Elespectador.com
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