El pacificador
domingo, 12 de octubre de 2008
Por: Alfredo Molano Bravo.
LA TARDE SE ANUNCIABA TRANQUILA. La cancha de golf del club, bien humedecida, esperaba a los jugadores que almorzaban con calma. Los meseros, de punta en blanco, estaban particularmente activos. A ninguno se le cayó, como solía sucederles, uno de esos bellísimos y enormes platos de porcelana con reborde dorado y escudo de Colombia.
Los comensales habrían alcanzado a tomar dos cucharadas de la crema de alcachofa, cuando aparecieron en la puerta del salón dos hombres de civil con sendos portafolios de cuero. Parecían decididos. El silencio sustituyó lo que segundos antes era un cuchicheo animado: General del Río dijeron, somos del CTI, acompáñenos.
Al general, ahora retirado y vestido de civil, se le paró el bigote untado de sopa, temblaba. No pudo levantarse con la agilidad con que en la Brigada XVII daba las órdenes de montar un retén con los paramilitares a la salida de Apartadó, de llevar a cabo la Operación Génesis contra las comunidades campesinas del Cacarica, o de levantar la mano para que los aviones despegaran de Necoclí repletos de paracos con destino a San José del Guaviare para ir a Mapiripán a matar colonos.
Estuvo tentado de llamar al Presidente para pedirle una vez más un "respaldo a las Fuerzas Armadas y a la justicia", como lo hizo diez años atrás en el banquete ofrecido por don Plinio Apuleyo, don Fernando Londoño y por el entonces Dr. Uribe Vélez en honor de "Los que no se rinden", tal como decía la invitación y el enorme letrero puesto detrás de la mesa principal. El general ya había sido condecorado por el gobernador de Antioquia, dado su valor en el bombardeo contra una población de campesinos en el río Salaqui.
Al ponerse de pie, su enorme abdomen volteó la crema de alcachofa y su corbata rosada quedo empapada en ese verde militar tan querido por el alto oficial retirado del Ejército por orden del mismísimo Departamento de Estado, acusándolo de violación de los Derechos Humanos. Sin duda, ya los gringos sabían lo que dirían años más tarde H.H. y Mancuso: que el general era cómplice de este par de asesinos, que confesaron entraban a la Brigada como si fueran de la casa.
También el coronel Velásquez lo había denunciado y Gloria Cuartas y el padre Javier Giraldo, y los campesinos de San José de Apartadó y las ONG, todos lo habían hecho. En Urabá todo el mundo lo sabía. El fiscal Alfonso Gómez Méndez había librado orden de captura contra el "Pacificador de Urabá". El general no había logrado calentar la celda cuando el sucesor de Gómez, el fiscal Luis Camilo Osorio, hoy embajador en México, le abrió la puerta de la cárcel. Orondo salió el general, echando su panza por delante.
Uno de los señalamientos que hizo Mancuso, que después H.H. repitió, fue que don Rito Alejo había estado dos veces en los campamentos de los paras para reunirse, entre otros, con El Alemán, hermano de Don Mario, protegido por el ex director de Fiscalías de Antioquia, Dr. Valencia Cossio. Ya era hora de que los enlaces entre funcionarios de la Fiscalía, en este caso un conspicuo funcionario y un no menos conspicuo comandante paramilitar, salieran de la oscuridad.
Como saldrá a flote también la íntima complicidad del general con los altos comandantes del paramilitarismo. Esas relaciones daban gritos.
No obstante, así como la cúpula paramilitar fue extraditada a EE. UU.
para hacerles el quite a las víctimas, la captura y juicio del general podría salvarlo de que la Corte Penal Internacional les echara mano a él y a quienes lo han protegido y aplaudido.
Alfredo Molano Bravo
http://www. sinaltrainal. org
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