Hay ciertos temas que por razomes básicas de supervivencia muchas veces uno trata de obviar: temas densos, complejos, de aristas infinitas y en gran medida abstractos. Por ejemplo, el debate sobre la reforma del sistema de salud en Estados Unidos.
Hasta que un día uno abre el diario y se encuentra con una foto de una multitud sosteniendo carteles que muestran a Obama disfrazado de Hitler y se percata de que los manifestantes no pertenecen a ningún grupo marxista, ni islamista, ni adscriben a una causa de liberación nacional sino todo lo contrario.
Se trata de una grupo de rednecks (cuellos rojos, en inglés), los good ol’boys (buenos muchachos, en inglés) de las zonas rurales del sur, evangélicos y amantes de las armas, los soldados de a pie de la revolución que empezó Ronald Reagan y que estalló en pedazos con la caída de Wall Street y el final del mandato de George W. Bush, esa mezcla de chauvinismo político, conservadurismo cultural y neoliberalismo económico que había sido derrotado en las urnas por un Obama negro, progresista y estatista, al menos para la escala de ese país.
Sin embargo, la reforma le ha costado a Obama doce puntos de imagen positiva y corre serios riesgos de ser derrotada en el Congreso, o de ser diluida al punto de terminar siendo poco más que un lifting. Cualquiera de esas alternativas significaría la mayor derrota política de su joven gobierno.
Lo más loco es que los rednecks de la foto no están solos. La propuesta de reforma ha generado un fuerte rechazo en prácticamente toda la derecha estadounidense. Rush Limbaugh y Sarah Palin acusan al negro Obama de ser Hitler. No por Afganistán ni por querer expandir el poderío militar de Estados Unidos en el mundo. Por querer hacer el sistema de salud más accesible y más inclusivo.
Claro, lo más fácil es decir son todos unos fachos, desde Bush hasta Obama, hasta el último de ellos. Fachos y encima unos estúpidos que se dejan engañar por el lobby de las empresas privadas de salud, que gastan fortunas en publicidad y compran votos en el Congreso para que nada cambie y así se la siguen llevando en pala. Pero sería una simplificación tan grosera como pensar que de golpe Obama se ha transformado en Hitler.
Para entender por qué la prioridad política y principal promesa de campaña de Obama ha chocado contra una pared, hace falta entender mínimamente cómo funciona el sistema de salud estadounidense, por qué Obama quiere reformarlo y por qué tantos ciudadanos, incluyendo muchos que lo votaron, se oponen con tanta vehemencia a la iniciativa presidencial. Intentémoslo.
En Estados Unidos funcionan cuatro sistemas: el sistema privado, principal sujeto de la reforma; el Medicaid, que atiende a los pobres; el Medicare, que atiende a los jubilados y discapacitados, y el Veteran’s Administration, que atiende a los veteranos de guerra.
Medicare es un sistema íntegramente financiado por el gobierno federal que provee medicamentos, servicios médicos y servicios geriátricos. Atiende a unos 60 millones de personas. El gobierno no provee los bienes y servicios, sino que subcontrata con aseguradoras (algo así como prepagas), que a su vez contratan hospitales, compran remedios, etc. Parte del financiamiento viene de las jubilaciones, otra parte de otros impuestos y otra de un fondo de inversión que se está por acabar en un par de años. El sistema está en rojo y ahora se jubila la generación “baby boom”, producto de la explosión demográfica que sucedió a la Segunda Guerra Mundial.
Medicaid es un sistema de financiamiento mixto, mitad federal, mitad estatal, que administran los estados y que atiende a unos cuarenta millones de personas de todas las edades. En algunos casos los estados subcontratan con aseguradores, en otros contratan los servicios directamente. En algunos casos Medicaid (en cada estado tiene un nombre distinto) paga por lo que contrata, en otros funciona un sistema de cápitas, en otros se paga una suma fija por un servicio anual. La cobertura varía de estado a estado y en algunos les cobran copagos a los pobres por algunos servicios. Por ley, el gobierno federal compra todos los remedios de Medicaid y así negoció un descuento del 40 por ciento. En cambio en Medicare cada aseguradora compra sus remedios y los paga a precio de mercado. Esto es en parte porque hasta hace 25 años Medicare no cubría remedios y los jubilados tenían que comprarlos con su dinero en la farmacia.
A diferencia de Medicare, donde sólo hace falta tener 65 años o ser discapacitado para ser beneficiario, el criterio de Medicaid es esencialmente económico y los requisitos son complejos. En una palabra, hay que ser muy, pero muy pobre para recibir Medicaid. Si uno tiene un trabajo mal pago, que no alcanza para el costoso seguro de salud que ofrece el empleador, igual puede ser demasiado rico para Medicaid. Si no tiene trabajo pero es dueño de una casa o de algún bien que puede venderse, también puede ser demasiado rico para Medicaid. Si uno trabaja en una pyme pequeña o informal, que no provee cobertura, pero embolsa más de mil, mil quinientos pesos por mes, puede ser demasiado rico para Medicaid.
Demasiado rico para Medicaid pero demasiado pobre para un seguro de salud privado: hay unos cincuenta millones de estadounidenses en esa situación. Algunos simplemente no pueden pagar el seguro. Otros prefieren ir a los hospitales gratis, gastar el poco dinero que tienen en otra cosa y rezar para que no les pase nada grave. Otros perdieron su seguro al cambiar de trabajo y no pudieron recuperarlo por padecer una enfermedad preexistente. Otros perdieron la cobertura porque se fundieron pagando gastos médicos que su seguro no cubría.
Después está el sistema privado, que cubre a más de 150 millones de personas, que tiene sus particularidades. Funciona a través del empleador. Cada empleador contrata con una sola aseguradora. Los empleadores tampoco tienen muchas opciones de aseguradoras, las cuales por distintas regulaciones estatales y federales ejercen un dominio de mercado monopólico u oligopólico en distintas áreas, similar a los servicios públicas pero desde la empresa privada.
Las aseguradoras les ofrecen a los empleadores un menú de planes de distinto precio para acomodar a toda la escala salarial. El empleado elige pagar mucho por un plan caro o menos por un plan barato. El más económico es el sistema llamado HMO. Se trata de planes con cartilla cerrada que típicamente giran alrededor de un solo centro de atención primaria, similar al que ofrecen muchas obras sociales en la Argentina. De ahí para arriba es posible comprar los planes más lujosos y extravagantes que uno pueda imaginarse, pero no cambiar de aseguradora.
Los demócratas sueñan con reformar el sistema desde hace por lo menos 75 años, para acercarse aunque sea un poco a los sistemas de cobertura universal que con presupuestos comparables ofrecen países como Canadá o algunos miembros de la Unión Europea.
Los objetivos básicos de la reforma son dos: aumentar la cobertura en cantidad y calidad, y bajar los costos a través de la regulación de la industria, empezando por las aseguradoras. La idea es que el mayor ingreso que percibiría el sistema por la expansión de la cobertura permitiría a los proveedores bajar los costos o frenar los aumentos que recaen sobre los usuarios.
A diferencia del plan que presentaron los precandidatos Hillary Clinton y Howard Dean en la campaña, el de Obama no garantiza la cobertura universal. Pero se acerca. La idea es que la cobertura alcance al 95 por ciento de los estadounidenses y residentes, dejando de lado a los más de diez millones de inmigrantes ilegales.
Eso se lograría a través de subsidios federales para los pobres no tan pobres como para recibir Medicaid, que se canalizarían directamente a través de las aseguradoras.
Para bajar los costos Obama propone negociar con las aseguradoras un plan básico de prestaciones establecido por el gobierno a un precio fijo. También un sistema de puntajes que recompense a los mejores hospitales en vez de los que más personas atienden. Y algún mecanismo para que los empleadores tengan más libertad de elección a la hora de contratar aseguradoras. Además impulsa la creación de una aseguradora estatal para garantizar la competencia honesta.
Con un presidente que viene de arrasar en las urnas, con mayoría en las dos cámaras, los demócratas estaban convencidos de que era ahora o nunca.
Pero Obama cometió un grave error de cálculo y se llevó una sorpresa mayúscula. No tuvo en cuenta el efecto psicológico de la peor crisis económica desde la Gran Depresión. No tuvo en cuenta que en tiempos de crisis la gente está más preocupada por no perder lo que tiene que por mejorar su situación. Ni que un tema tan complejo y difícil de explicar era lo que la derecha estaba esperando para facturarle todos los intereses que había tocado desde su llegada al gobierno.
Entonces empezaron a decir que Obama primero había estatizado los bancos, después las automotrices y ahora quería estatizar el sistema de salud porque estaba enfermo de poder y quería controlar todo.
Después Palin se agarró de un programita incluido en la reforma para asesorar a enfermos terminales sobre sus deseos de no extender artificialmente su vida, para acusar al presidente de promover “paneles de la muerte”.
Después echaron a correr la bola de que el control de precios implícito en la reforma llevaría a un sistema de “cuotas” que limitaría las opciones de los pacientes y provocaría más demoras para conseguir atención.
El tema prendió y los enemigos de la reforma empezaron a agarrarse de cualquier cosa. El principal ideólogo de la reforma es un especialista en bioética de Harvard. Entre los tres millones de palabras y decenas de libros que el experto escribió sobre la bioética, citó a otro experto diciendo que en un caso donde hay que decidir entre darle un riñón a un enfermo que sufre una enfermedad mental extrema e irreversible, y otra persona que no sufre ese problema, a lo mejor sería conveniente darle el riñón al que no sufre dicha enfermedad mental. Para qué. Aunque el experto aclaró que nunca defendió esa posición y que se arrepiente de no haber sido más claro al respecto en su libro, a partir de esa cita, la derecha dictaminó que la reforma les quitaría derechos y cobertura a los discapacitados. De ahí la comparación de Obama con Hitler.
Cuestión que Obama pensó que no habían entendido bien y que su magia estaba intacta y partió a las Rocallosas, la cuna de los rednecks, a explicar el plan en foros ciudadanos. Y mandó emisarios al resto del país para hacer lo mismo. No le fue bien. Demasiados casos difíciles de explicar o sin solución a la vista. Demasiado lenguaje técnico y burocrático como para enfrentar la simpleza del relato opositor. Demasiada angustia como para que prenda el “Sí, podemos”. Demasiado miedo.
Para colmo, la oficina presupuestaria del Congreso salió a decir que el plan de Obama costará una fortuna que el país no está en condiciones de pagar. Pero según demostró el experto Jon R. Gabel en el New York Times, esa misma oficina subestimó, y por mucho, los ahorros alcanzados en las últimas tres modificaciones del sistema. Y lo hizo por carecer, después de dos décadas de neoliberalismo, de la gimnasia contable necesaria para estimar la sinergia que producen la centralización y el mayor poder de negociación implícitos en la intervención estatal.
Poco a poco el lobby médico y el espíritu de restauración conservadora se van comiendo los aspectos más progresistas del paquete en los pasillos del Capitolio y las reuniones del Comité de Finanzas. La idea de una aseguradora estatal para competir con las privadas está en la cuerda floja y sólo sobrevivirá si Obama deja de negociar con los republicanos moderados e intenta imponer su mayoría parlamentaria. Pero el problema es que en medio de la tormenta algunos demócratas dudan y otros ya se pasaron de bando y todavía falta mucho trabajo, mucho desgaste en un Congreso de vacaciones que recién vuelve a sesionar el 8 de septiembre.
Paul Krugman los llama “los zombies de Reagan”, porque su ideología ha muerto pero han salido del cementerio para acechar al gobierno de Obama. Siembran miedo buscando asfixiar la iniciativa del presidente. Son ellos los que han marcado la agenda del debate sobre el sistema de salud, mientras Obama mira desde el cartel, con bigotito nazi y cara de no entender nada.
Por: Santiago O’Donnell - sodonnell@pagina12.com.ar - Pagina 12
Tomado de: www.desdeabajo.info
Hasta que un día uno abre el diario y se encuentra con una foto de una multitud sosteniendo carteles que muestran a Obama disfrazado de Hitler y se percata de que los manifestantes no pertenecen a ningún grupo marxista, ni islamista, ni adscriben a una causa de liberación nacional sino todo lo contrario.
Se trata de una grupo de rednecks (cuellos rojos, en inglés), los good ol’boys (buenos muchachos, en inglés) de las zonas rurales del sur, evangélicos y amantes de las armas, los soldados de a pie de la revolución que empezó Ronald Reagan y que estalló en pedazos con la caída de Wall Street y el final del mandato de George W. Bush, esa mezcla de chauvinismo político, conservadurismo cultural y neoliberalismo económico que había sido derrotado en las urnas por un Obama negro, progresista y estatista, al menos para la escala de ese país.
Sin embargo, la reforma le ha costado a Obama doce puntos de imagen positiva y corre serios riesgos de ser derrotada en el Congreso, o de ser diluida al punto de terminar siendo poco más que un lifting. Cualquiera de esas alternativas significaría la mayor derrota política de su joven gobierno.
Lo más loco es que los rednecks de la foto no están solos. La propuesta de reforma ha generado un fuerte rechazo en prácticamente toda la derecha estadounidense. Rush Limbaugh y Sarah Palin acusan al negro Obama de ser Hitler. No por Afganistán ni por querer expandir el poderío militar de Estados Unidos en el mundo. Por querer hacer el sistema de salud más accesible y más inclusivo.
Claro, lo más fácil es decir son todos unos fachos, desde Bush hasta Obama, hasta el último de ellos. Fachos y encima unos estúpidos que se dejan engañar por el lobby de las empresas privadas de salud, que gastan fortunas en publicidad y compran votos en el Congreso para que nada cambie y así se la siguen llevando en pala. Pero sería una simplificación tan grosera como pensar que de golpe Obama se ha transformado en Hitler.
Para entender por qué la prioridad política y principal promesa de campaña de Obama ha chocado contra una pared, hace falta entender mínimamente cómo funciona el sistema de salud estadounidense, por qué Obama quiere reformarlo y por qué tantos ciudadanos, incluyendo muchos que lo votaron, se oponen con tanta vehemencia a la iniciativa presidencial. Intentémoslo.
En Estados Unidos funcionan cuatro sistemas: el sistema privado, principal sujeto de la reforma; el Medicaid, que atiende a los pobres; el Medicare, que atiende a los jubilados y discapacitados, y el Veteran’s Administration, que atiende a los veteranos de guerra.
Medicare es un sistema íntegramente financiado por el gobierno federal que provee medicamentos, servicios médicos y servicios geriátricos. Atiende a unos 60 millones de personas. El gobierno no provee los bienes y servicios, sino que subcontrata con aseguradoras (algo así como prepagas), que a su vez contratan hospitales, compran remedios, etc. Parte del financiamiento viene de las jubilaciones, otra parte de otros impuestos y otra de un fondo de inversión que se está por acabar en un par de años. El sistema está en rojo y ahora se jubila la generación “baby boom”, producto de la explosión demográfica que sucedió a la Segunda Guerra Mundial.
Medicaid es un sistema de financiamiento mixto, mitad federal, mitad estatal, que administran los estados y que atiende a unos cuarenta millones de personas de todas las edades. En algunos casos los estados subcontratan con aseguradores, en otros contratan los servicios directamente. En algunos casos Medicaid (en cada estado tiene un nombre distinto) paga por lo que contrata, en otros funciona un sistema de cápitas, en otros se paga una suma fija por un servicio anual. La cobertura varía de estado a estado y en algunos les cobran copagos a los pobres por algunos servicios. Por ley, el gobierno federal compra todos los remedios de Medicaid y así negoció un descuento del 40 por ciento. En cambio en Medicare cada aseguradora compra sus remedios y los paga a precio de mercado. Esto es en parte porque hasta hace 25 años Medicare no cubría remedios y los jubilados tenían que comprarlos con su dinero en la farmacia.
A diferencia de Medicare, donde sólo hace falta tener 65 años o ser discapacitado para ser beneficiario, el criterio de Medicaid es esencialmente económico y los requisitos son complejos. En una palabra, hay que ser muy, pero muy pobre para recibir Medicaid. Si uno tiene un trabajo mal pago, que no alcanza para el costoso seguro de salud que ofrece el empleador, igual puede ser demasiado rico para Medicaid. Si no tiene trabajo pero es dueño de una casa o de algún bien que puede venderse, también puede ser demasiado rico para Medicaid. Si uno trabaja en una pyme pequeña o informal, que no provee cobertura, pero embolsa más de mil, mil quinientos pesos por mes, puede ser demasiado rico para Medicaid.
Demasiado rico para Medicaid pero demasiado pobre para un seguro de salud privado: hay unos cincuenta millones de estadounidenses en esa situación. Algunos simplemente no pueden pagar el seguro. Otros prefieren ir a los hospitales gratis, gastar el poco dinero que tienen en otra cosa y rezar para que no les pase nada grave. Otros perdieron su seguro al cambiar de trabajo y no pudieron recuperarlo por padecer una enfermedad preexistente. Otros perdieron la cobertura porque se fundieron pagando gastos médicos que su seguro no cubría.
Después está el sistema privado, que cubre a más de 150 millones de personas, que tiene sus particularidades. Funciona a través del empleador. Cada empleador contrata con una sola aseguradora. Los empleadores tampoco tienen muchas opciones de aseguradoras, las cuales por distintas regulaciones estatales y federales ejercen un dominio de mercado monopólico u oligopólico en distintas áreas, similar a los servicios públicas pero desde la empresa privada.
Las aseguradoras les ofrecen a los empleadores un menú de planes de distinto precio para acomodar a toda la escala salarial. El empleado elige pagar mucho por un plan caro o menos por un plan barato. El más económico es el sistema llamado HMO. Se trata de planes con cartilla cerrada que típicamente giran alrededor de un solo centro de atención primaria, similar al que ofrecen muchas obras sociales en la Argentina. De ahí para arriba es posible comprar los planes más lujosos y extravagantes que uno pueda imaginarse, pero no cambiar de aseguradora.
Los demócratas sueñan con reformar el sistema desde hace por lo menos 75 años, para acercarse aunque sea un poco a los sistemas de cobertura universal que con presupuestos comparables ofrecen países como Canadá o algunos miembros de la Unión Europea.
Los objetivos básicos de la reforma son dos: aumentar la cobertura en cantidad y calidad, y bajar los costos a través de la regulación de la industria, empezando por las aseguradoras. La idea es que el mayor ingreso que percibiría el sistema por la expansión de la cobertura permitiría a los proveedores bajar los costos o frenar los aumentos que recaen sobre los usuarios.
A diferencia del plan que presentaron los precandidatos Hillary Clinton y Howard Dean en la campaña, el de Obama no garantiza la cobertura universal. Pero se acerca. La idea es que la cobertura alcance al 95 por ciento de los estadounidenses y residentes, dejando de lado a los más de diez millones de inmigrantes ilegales.
Eso se lograría a través de subsidios federales para los pobres no tan pobres como para recibir Medicaid, que se canalizarían directamente a través de las aseguradoras.
Para bajar los costos Obama propone negociar con las aseguradoras un plan básico de prestaciones establecido por el gobierno a un precio fijo. También un sistema de puntajes que recompense a los mejores hospitales en vez de los que más personas atienden. Y algún mecanismo para que los empleadores tengan más libertad de elección a la hora de contratar aseguradoras. Además impulsa la creación de una aseguradora estatal para garantizar la competencia honesta.
Con un presidente que viene de arrasar en las urnas, con mayoría en las dos cámaras, los demócratas estaban convencidos de que era ahora o nunca.
Pero Obama cometió un grave error de cálculo y se llevó una sorpresa mayúscula. No tuvo en cuenta el efecto psicológico de la peor crisis económica desde la Gran Depresión. No tuvo en cuenta que en tiempos de crisis la gente está más preocupada por no perder lo que tiene que por mejorar su situación. Ni que un tema tan complejo y difícil de explicar era lo que la derecha estaba esperando para facturarle todos los intereses que había tocado desde su llegada al gobierno.
Entonces empezaron a decir que Obama primero había estatizado los bancos, después las automotrices y ahora quería estatizar el sistema de salud porque estaba enfermo de poder y quería controlar todo.
Después Palin se agarró de un programita incluido en la reforma para asesorar a enfermos terminales sobre sus deseos de no extender artificialmente su vida, para acusar al presidente de promover “paneles de la muerte”.
Después echaron a correr la bola de que el control de precios implícito en la reforma llevaría a un sistema de “cuotas” que limitaría las opciones de los pacientes y provocaría más demoras para conseguir atención.
El tema prendió y los enemigos de la reforma empezaron a agarrarse de cualquier cosa. El principal ideólogo de la reforma es un especialista en bioética de Harvard. Entre los tres millones de palabras y decenas de libros que el experto escribió sobre la bioética, citó a otro experto diciendo que en un caso donde hay que decidir entre darle un riñón a un enfermo que sufre una enfermedad mental extrema e irreversible, y otra persona que no sufre ese problema, a lo mejor sería conveniente darle el riñón al que no sufre dicha enfermedad mental. Para qué. Aunque el experto aclaró que nunca defendió esa posición y que se arrepiente de no haber sido más claro al respecto en su libro, a partir de esa cita, la derecha dictaminó que la reforma les quitaría derechos y cobertura a los discapacitados. De ahí la comparación de Obama con Hitler.
Cuestión que Obama pensó que no habían entendido bien y que su magia estaba intacta y partió a las Rocallosas, la cuna de los rednecks, a explicar el plan en foros ciudadanos. Y mandó emisarios al resto del país para hacer lo mismo. No le fue bien. Demasiados casos difíciles de explicar o sin solución a la vista. Demasiado lenguaje técnico y burocrático como para enfrentar la simpleza del relato opositor. Demasiada angustia como para que prenda el “Sí, podemos”. Demasiado miedo.
Para colmo, la oficina presupuestaria del Congreso salió a decir que el plan de Obama costará una fortuna que el país no está en condiciones de pagar. Pero según demostró el experto Jon R. Gabel en el New York Times, esa misma oficina subestimó, y por mucho, los ahorros alcanzados en las últimas tres modificaciones del sistema. Y lo hizo por carecer, después de dos décadas de neoliberalismo, de la gimnasia contable necesaria para estimar la sinergia que producen la centralización y el mayor poder de negociación implícitos en la intervención estatal.
Poco a poco el lobby médico y el espíritu de restauración conservadora se van comiendo los aspectos más progresistas del paquete en los pasillos del Capitolio y las reuniones del Comité de Finanzas. La idea de una aseguradora estatal para competir con las privadas está en la cuerda floja y sólo sobrevivirá si Obama deja de negociar con los republicanos moderados e intenta imponer su mayoría parlamentaria. Pero el problema es que en medio de la tormenta algunos demócratas dudan y otros ya se pasaron de bando y todavía falta mucho trabajo, mucho desgaste en un Congreso de vacaciones que recién vuelve a sesionar el 8 de septiembre.
Paul Krugman los llama “los zombies de Reagan”, porque su ideología ha muerto pero han salido del cementerio para acechar al gobierno de Obama. Siembran miedo buscando asfixiar la iniciativa del presidente. Son ellos los que han marcado la agenda del debate sobre el sistema de salud, mientras Obama mira desde el cartel, con bigotito nazi y cara de no entender nada.
Por: Santiago O’Donnell - sodonnell@pagina12.com.ar - Pagina 12
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