miércoles, 20 de enero de 2010

El diablo en Haití

Haití (¡ay de ti!, dice la lamentación), adonde llegó de fuga el doctor Hannibal Lecter seguramente a comer carne de negro, es la tierra del realismo maravilloso, creado o por lo menos muy bien trabajado por el escritor cubano Alejo Carpentier en su novela El reino de este mundo.


Niña haitiana-Alice Smeets (AP) - Puerto Príncipe, Cité Soleil - 2008

Haití, que dio una lección a toda América de cómo hacer una revolución, cómo luchar contra el colonialismo y seguir la ruta de Espartaco en la liberación de los esclavos, es hoy –como ayer- una nación destruida.

Y no sólo los fenómenos naturales se han ensañado contra el país más desamparado de este hemisferio. Haití, después de los tiempos del rey negro Henri Christophe (miles de esclavos construyeron para él el Palacio de Sans-Souci), han tenido muy cerca a un diablo. Y no es que, como lo dijera a grandes voces un predicador de la isla, los haitianos hayan hecho un pacto con el demonio, como sí lo hizo el gran violinista italiano Niccolo Pagani, sino que les ha pasado como, por decir, a los mexicanos en el siglo XIX: muy lejos de Dios pero muy cerca de los Estados Unidos.

La ruina política y económica de ese país, misterioso para muchos, ha sido impuesta desde hace tiempos. La devastación provocada por el terremoto cae sobre una tierra arrasada, objeto de todas las humillaciones y expoliaciones de parte de los Estados Unidos, que allí ha puesto y quitado tiranuelos y presidentes de bolsillo, según sus intereses y vaivenes estratégicos.

Como se sabe, Washington se ha opuesto desde antes de los terribles tiempos de Papá Doc, a la construcción de una economía estable y sostenible en ese país. Uno de los efectos de las intervenciones gringas en los asuntos internos de Haití ha sido, por ejemplo, el desplazamiento de miles de personas de los campos para ir a engrosar lo que desde hace años se conoce como las villas miseria, casi todas en Puerto Príncipe.

Haití, como se ha dicho la primera en promover la libertad de los esclavos, tiene precisamente un trabajo esclavista impuesto por las élites nativas y extranjeras. El país no tiene infraestructuras civiles, financieras y productivas que permitan a la gente acceder a trabajos decentes y a tener resueltas sus necesidades básicas. Es más: parece que el proyecto neocolonialista lo que busca es exactamente que los haitianos mal vivan en medio de las hambrunas y las enfermedades.

Hay que recordar que después de la revolución haitiana (de la cual Bolívar también se nutrió), Estados Unidos estuvo mucho tiempo, más de sesenta años, sin reconocer al nuevo país. Y más bien lo invadió en 1915 no sólo para “abrirlo a la propiedad extranjera en los asuntos locales”, sino para inaugurar un estado perpetuo de intervenciones y dominación. Entre sus tácticas –tan conocidas en otros territorios- estuvieron las de aupar a sanguinarios dictadores, los cuales se encargaban de cuidar la propiedad de los extranjeros, entre los cuales estaba el City Bank.

Haití, la que derrotó a Napoleón y su imperio, tierra de maravillas, de vudú y pintores populares, ha vivido en la boca del lobo. Y uno de los más recientes lobos –hay que recordarlo- fue Bush, que bloqueó internacionalmente a los haitianos y puso en jaque al gobierno de Jean-Bertrand Aristide, el primero elegido por voto popular en toda la trágica historia de esa nación. Uno de los intentos de Aristide para mejorar la situación de sus compatriotas había sido la de aumentar el salario mínimo.

Y entonces la medida desató la furia de las transnacionales y de los cipayos locales, acostumbrados a tener mano de obra barata. Lo que pasó ya lo sabemos: Aristide fue expulsado del país por los terroristas auspiciados por Estados Unidos, y sus copartidarios fueron masacrados. Su lugar lo ocuparon los arrodillados de Washington que siguieron sumiendo al país en la miseria y la represión.

Haití, ¡pobre de ti!, continúa el lamento. Tierra arrasada no solo por la naturaleza sino por lo que sí sería el auténtico diablo posmoderno: el imperialismo norteamericano.

Por: Reinaldo Spitaletta
Tomado de: El Espectador

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