SE DEBIÓ BRINDAR, CADA VEZ QUE un obsequioso propietario levantaba la mano y gritaba "yo también", y a renglón seguido, el estruendoso aplauso de los invitados, todos del gremio, todos de corbata, todos conocidos.
Un acto social de trascendencia, sobre todo en estos días que se habla de Ley de Tierras y de justa reparación. Acto social se llama en los clubes a esas reuniones que se hacen para elogiarse mutuamente en público y criticarse en privado. Y, además, donde se hacen negocios, se adquieren compromisos, se definen políticas. Esta reunión fue especialísima por el significado, por la concurrencia, por la calidad de los manteles de las mesas en que se sentaron los ganaderos a compartir sus hatos con el pueblo. Digamos que la generosidad fue mucho menor que la altisonancia y que, en conjunto, los costos del evento –champagne, whisky, vino, “carne, frutas, tortas, huevos, pan y pez”– debieron ser mucho mayores que las graciosas donaciones, que al final pudieron quedarse en las venias y en las angustias del día después. Porque en la pesa, como se dice, pocas de las aplaudidas reses debieron llegar a los corrales campesinos. Novecientas cuarenta vacas preñadas –con certificación– podrían haber salido de los inventarios –o mejor, bases de datos– de los duros que se atrevieron a dar un paso adelante para transferir, a título de propiedad, una vaca con el noble propósito de contribuir a la paz de este país. A la hora de los quihubos, sólo los mayordomos sabrán cuántas arriaron y qué clase de churrientas o gurres entregaron a la ingeniosa dama que tuvo a bien cranearse el ágape y recibir las glorias. La original idea fue inspirada, sin duda, en la fábula de Samaniego La Lechera: “con esta leche compraré un ternero, que cuando crezca lo cambiaré por dos; que cuando crezcan los cambiaré por cuatro. Así, en pocos años, tendré un hato, y así todos seremos iguales, y así no habrá envidias ni guerras. Amén”.
La mala conciencia, opino, no les dio a los ganaderos para mucho. Tampoco se trataba de nada distinto a un acto lleno de significado. Que lo tuvo, sin duda, 900 vacas preñadas de un hato nacional, no digamos de 40 millones, sino de la mitad, de 20 millones, pesan. Y valen. Digo yo, algo menos que las reses con las que algunos de los grandes ganaderos –los de zamarros y mulera– financian campañas políticas, cam pañas de limpieza social, campañas de autodefensa, campañas de soborno y campañas de defensa. Baste recordar que la masacre del Salado, donde mataron a un centenar de campesinos, fue una retaliación por el robo de 400 reses que tenía La Gata en su hacienda de Yeguas. Algunos –los de corbata, que no son los mismos– están preocupados, muy preocupados, porque la Ley de Tierras anunciada una y otra vez invierta la carga de la prueba y terminen ellos, los hacendados, teniendo que probar que las tierras compradas lo han sido de buena fe. “No faltaba más, dirán. El mundo al revés. Nuestra sola presencia en un futuro tribunal de tierras es, de por sí, prueba de nuestra buena fe. La evidencia habla por sí misma: prometimos muchas vacas preñadas en banquete de ‘Una vaca por la paz de Colombia’, y ahí están pastando con sus crías en las mangas de los parceleros. Así se pagan las deudas morales: con equidad y oportunidad. Aplausos.
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El Ministro de la Defensa anda metido en un laberinto. De un lado, su peluquero busca mejorarle la foto; de otro lado, los generales le miden el aceite: lo pusieron a defender un artículo dentro del nuevo Estatuto de Seguridad Ciudadana que penalizaría la apología del terrorismo, un concepto tan cauchoso, que podría servir para cualquier cosa. Por ejemplo, para meter a la cárcel todo aquel que hable mal de las Fuerzas Armadas. El embuchado recuerda el chigüiro que le soltaron a Rafael Pardo la primera noche que pasó en un cuartel como primer ministro de la defensa y que lo hizo saltar de la cama creyendo que los terroristas se habían tomado la base.
Por: Alfredo Molano Bravo
Tomado de: elespectador.com
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