Desde que el estado remplazó a los absolutismos monárquicos, como forma de organización política de la sociedad, este asumió una vieja práctica de extorsión cometida en su momento por los recaudadores reales: La tributación obligada. Gracias a ella, la clase política que se integró al estado logró convertir su ejercicio de dominación en una profesión, constituyéndose como élite de la burocracia con el poder de definir la destinación del resto del botín presupuestal y de asignar los distintos cargos subalternos. Esa capacidad de controlar y dirigir esos recursos sociales, justificado por los nuevos recaudadores como la única forma de planear y ejecutar las políticas públicas, engendró tan inmediato como se terminaban de recoger los primeros caudales dos de los fenómenos que simbolizarían hasta nuestros días la realidad de la acción de nuestros servidores públicos: La corrupción y el clientelismo.
La tributación que inicialmente era exigida por medios coercitivos, fue buscando formas no violentas de legitimidad bajo el amparo de la moral estatal, donde, se presentaba como ideal que el contrato social firmado por los diferentes asociados autorizaba al aparato burocrático de disponer algunos de los recursos privados para volverlos públicos, como única forma de conseguir la inversión necesaria para ejecutar los proyectos colectivos. Esa moral, materializada en la imagen del ciudadano que cumple sus deberes y por lo tanto recibe sus derechos, fue poco a poco aceptada, nunca en su mayoría pero tampoco en su minoría, y naturalizada por los pobladores de los territorios dominados por los estados al punto de volverse una cultura interiorizada y ejercida por varios los “ciudadanos”. Así, la práctica de aprovecharse de los recursos sociales para construir clientelas políticas y ejecutar los bienes públicos bajo los intereses y necesidades de la clase política dueña del estado se mitificó como la regla de oro de la administración pública: la tributación como muestra de cabal cumplimiento de la responsabilidad ciudadana.
Esa es la realidad que, hoy día, garantiza que sigan entrando a las arcas de nuestros opresores estatales grandes sumas de dinero de mano de la, muchas veces inocente o desentendida, masa de ciudadanos nacionales. Pero no es posible quedarse con la sensación de que este cumplimiento moral es la única causa de la tributación, muchas veces juiciosa, de los ciudadanos. Aun hoy día siguen practicándose mecanismos coercitivos para su cumplimiento. Habría que recordar que la cesación del pago de tributos conlleva al procesamiento por evasión fiscal que no solo termina con la cárcel de los responsables, sino, con la perdida de la propiedad de los bienes privados. Esta última condición demuestra una de las paradojas poco exploradas de la realidad para muchos de la propiedad privada: un bien mueble del tipo finca raíz o automóvil, solo como por tomar una muestra, nunca pertenece realmente a quien lo titula, ya que los impuestos que recaen sobre este tipo de bienes hace que el poseedor nunca lo sea en realidad, ya que debe mantener el pago de la renta-impuesto periódico al estado, siendo como consecuencia del no pago la negación del permiso de uso y pertenencia. Pero no es el momento de extenderse en esta paradoja.
La moral ciudadana, la cárcel, la privación de la propiedad, entre otras, configuran las condiciones que permiten la coerción y el consenso necesario para garantizar la tributación.
Pero que es en esencia lo que este sistema de recolección de impuestos garantiza: antes de ser la responsabilidad en la ejecución de estos haberes públicos, lo que mantiene es el privilegio de la clase política apoderada del estado para vivir como políticos profesionales siguiendo con su práctica de decidir y disciplinar de acuerdo con su interés particular como clase, objetivo tan importante como el de garantizar la estabilidad y sobrevivencia de las clases económicamente dominadoras, utilizando cuanto sea necesario para defender su propiedad y acumulación a costa de la explotación y la insuficiencia económica de la mayoría.
Es por ello que, no siendo ni natural ni mucho menos inamovible esta actual situación, como anarquistas debemos estar atentos a generar particularmente dos cosas frente a este tema: Primero estar en la capacidad de atentar contra la tributación de tal forma que no solo logremos reducirla sino eliminarla como forma de financiación de la dominación estatal, y segundo, ir estableciendo practicas cotidianas y propuestas futuras para esa necesidad - las obras colectivas - que justifica el impuesto, y que en una sociedad anarquista debemos suplir sin alguna imposición.
En cuanto a lo primero es necesario que como uno de nuestros puntos de lucha actual postulemos la objeción fiscal como condición para evitar la corrupción, el clientelismo, y ante todo para evitar el mantenimiento de un estado que no le garantiza a la mayoría un mejor bienestar con sus ejecuciones de presupuesto público. La objeción fiscal debe ser la propuesta de lucha para evitar un aparato político que nos domina con el mismo dinero proveniente de nuestros propios bolsillos, ya que recordemos que buena parte de los presupuestos estatales están dirigidos a mantener la seguridad nacional, es decir el estatus quo de explotación y exclusión capitalista. La objeción fiscal es la forma de desnaturalizar la intermediación de la administración pública, y a largo plazo una estrategia para dejar sin recursos al estado. Por otro lado, en la medida en que no le damos dinero al estado, pero aun necesitamos ejecutar acciones y obras colectivas, es necesario transformar las lógicas y los mecanismos de materializar la solución a estas necesidades, y eso es lo que nos lleva al segundo punto.
Es necesario que como antiautoritarios empecemos a reforzar aquellas prácticas sociales que garantizan desde la horizontalidad y el apoyo mutuo la realización de las obras comunes que favorezcan a la comunidad. No hay necesidad en principio de inventar nada, la historia de nuestras familias, barrios y campos está llena de este tipo de experiencias: mingas para cultivar, bazares para conseguir recursos para construir parques y jardines, trabajos colectivos para reparar calles, o solidarizarse con una familia y construir parte de su casa. Esos ejemplos son parte de la justificación al decir que no necesitamos ni de la tributación estatal, ni de sus obras públicas para iniciar proyectos autogestionados y solidarios. Para eso solo necesitamos de nuestro propio trabajo y coordinación.
Pero no es suficiente con esas soluciones pequeñas, la anarquía como modelo de organización social tiene que recrear esas e infinitas dinámicas para poder construir mecanismos de gestión de lo común, y consecución de los recursos precisos, con el fin de favorecer las necesidades de todos los vinculados en la comunidad. Bajo esta conciencia es urgente que como libertarios postulemos formas, con sus realizaciones claras, de construcción de lo común no solo para lo local sino también para lo regional y aun más si es pertinente, pero solo si es pertinente, porque lo que no podemos dejar que se vuelva a presentar es que unos pocos decidan por lo que debe ser lo bueno o malo para los demás. Afortunadamente, si logramos desestructurar organizaciones políticas como el estado, sin que existan posibilidades de coerción para la acción, si alguien no considerara pertinente es tan simple como que se abstenga de hacer parte de los procesos, dando así un adecuado equilibrio entre la construcción de lo común y el respeto de lo individual.
Los impuestos del estado son el robo legal más descarado, alientan la corrupción y el clientelismo y garantizan la dominación de la minoría en la sociedad. Invitando a la objeción social ratificamos la capacidad creadora del apoyo mutuo, y la necesidad urgente no solo de evitar la acción estatal sino de desestructurarla hasta destruirla. Hay que mantener nuestra lucha contra el estado, evitándolo en lo posible y buscando siempre desaparecerle.
Los impuestos son eso mismo: imposición; nosotros preferimos la anarquía: libertad complementada en el apoyo mutuo.
Escrito por: http://www.vargarquista.blogspot.com
La tributación que inicialmente era exigida por medios coercitivos, fue buscando formas no violentas de legitimidad bajo el amparo de la moral estatal, donde, se presentaba como ideal que el contrato social firmado por los diferentes asociados autorizaba al aparato burocrático de disponer algunos de los recursos privados para volverlos públicos, como única forma de conseguir la inversión necesaria para ejecutar los proyectos colectivos. Esa moral, materializada en la imagen del ciudadano que cumple sus deberes y por lo tanto recibe sus derechos, fue poco a poco aceptada, nunca en su mayoría pero tampoco en su minoría, y naturalizada por los pobladores de los territorios dominados por los estados al punto de volverse una cultura interiorizada y ejercida por varios los “ciudadanos”. Así, la práctica de aprovecharse de los recursos sociales para construir clientelas políticas y ejecutar los bienes públicos bajo los intereses y necesidades de la clase política dueña del estado se mitificó como la regla de oro de la administración pública: la tributación como muestra de cabal cumplimiento de la responsabilidad ciudadana.
Esa es la realidad que, hoy día, garantiza que sigan entrando a las arcas de nuestros opresores estatales grandes sumas de dinero de mano de la, muchas veces inocente o desentendida, masa de ciudadanos nacionales. Pero no es posible quedarse con la sensación de que este cumplimiento moral es la única causa de la tributación, muchas veces juiciosa, de los ciudadanos. Aun hoy día siguen practicándose mecanismos coercitivos para su cumplimiento. Habría que recordar que la cesación del pago de tributos conlleva al procesamiento por evasión fiscal que no solo termina con la cárcel de los responsables, sino, con la perdida de la propiedad de los bienes privados. Esta última condición demuestra una de las paradojas poco exploradas de la realidad para muchos de la propiedad privada: un bien mueble del tipo finca raíz o automóvil, solo como por tomar una muestra, nunca pertenece realmente a quien lo titula, ya que los impuestos que recaen sobre este tipo de bienes hace que el poseedor nunca lo sea en realidad, ya que debe mantener el pago de la renta-impuesto periódico al estado, siendo como consecuencia del no pago la negación del permiso de uso y pertenencia. Pero no es el momento de extenderse en esta paradoja.
La moral ciudadana, la cárcel, la privación de la propiedad, entre otras, configuran las condiciones que permiten la coerción y el consenso necesario para garantizar la tributación.
Pero que es en esencia lo que este sistema de recolección de impuestos garantiza: antes de ser la responsabilidad en la ejecución de estos haberes públicos, lo que mantiene es el privilegio de la clase política apoderada del estado para vivir como políticos profesionales siguiendo con su práctica de decidir y disciplinar de acuerdo con su interés particular como clase, objetivo tan importante como el de garantizar la estabilidad y sobrevivencia de las clases económicamente dominadoras, utilizando cuanto sea necesario para defender su propiedad y acumulación a costa de la explotación y la insuficiencia económica de la mayoría.
Es por ello que, no siendo ni natural ni mucho menos inamovible esta actual situación, como anarquistas debemos estar atentos a generar particularmente dos cosas frente a este tema: Primero estar en la capacidad de atentar contra la tributación de tal forma que no solo logremos reducirla sino eliminarla como forma de financiación de la dominación estatal, y segundo, ir estableciendo practicas cotidianas y propuestas futuras para esa necesidad - las obras colectivas - que justifica el impuesto, y que en una sociedad anarquista debemos suplir sin alguna imposición.
En cuanto a lo primero es necesario que como uno de nuestros puntos de lucha actual postulemos la objeción fiscal como condición para evitar la corrupción, el clientelismo, y ante todo para evitar el mantenimiento de un estado que no le garantiza a la mayoría un mejor bienestar con sus ejecuciones de presupuesto público. La objeción fiscal debe ser la propuesta de lucha para evitar un aparato político que nos domina con el mismo dinero proveniente de nuestros propios bolsillos, ya que recordemos que buena parte de los presupuestos estatales están dirigidos a mantener la seguridad nacional, es decir el estatus quo de explotación y exclusión capitalista. La objeción fiscal es la forma de desnaturalizar la intermediación de la administración pública, y a largo plazo una estrategia para dejar sin recursos al estado. Por otro lado, en la medida en que no le damos dinero al estado, pero aun necesitamos ejecutar acciones y obras colectivas, es necesario transformar las lógicas y los mecanismos de materializar la solución a estas necesidades, y eso es lo que nos lleva al segundo punto.
Es necesario que como antiautoritarios empecemos a reforzar aquellas prácticas sociales que garantizan desde la horizontalidad y el apoyo mutuo la realización de las obras comunes que favorezcan a la comunidad. No hay necesidad en principio de inventar nada, la historia de nuestras familias, barrios y campos está llena de este tipo de experiencias: mingas para cultivar, bazares para conseguir recursos para construir parques y jardines, trabajos colectivos para reparar calles, o solidarizarse con una familia y construir parte de su casa. Esos ejemplos son parte de la justificación al decir que no necesitamos ni de la tributación estatal, ni de sus obras públicas para iniciar proyectos autogestionados y solidarios. Para eso solo necesitamos de nuestro propio trabajo y coordinación.
Pero no es suficiente con esas soluciones pequeñas, la anarquía como modelo de organización social tiene que recrear esas e infinitas dinámicas para poder construir mecanismos de gestión de lo común, y consecución de los recursos precisos, con el fin de favorecer las necesidades de todos los vinculados en la comunidad. Bajo esta conciencia es urgente que como libertarios postulemos formas, con sus realizaciones claras, de construcción de lo común no solo para lo local sino también para lo regional y aun más si es pertinente, pero solo si es pertinente, porque lo que no podemos dejar que se vuelva a presentar es que unos pocos decidan por lo que debe ser lo bueno o malo para los demás. Afortunadamente, si logramos desestructurar organizaciones políticas como el estado, sin que existan posibilidades de coerción para la acción, si alguien no considerara pertinente es tan simple como que se abstenga de hacer parte de los procesos, dando así un adecuado equilibrio entre la construcción de lo común y el respeto de lo individual.
Los impuestos del estado son el robo legal más descarado, alientan la corrupción y el clientelismo y garantizan la dominación de la minoría en la sociedad. Invitando a la objeción social ratificamos la capacidad creadora del apoyo mutuo, y la necesidad urgente no solo de evitar la acción estatal sino de desestructurarla hasta destruirla. Hay que mantener nuestra lucha contra el estado, evitándolo en lo posible y buscando siempre desaparecerle.
Los impuestos son eso mismo: imposición; nosotros preferimos la anarquía: libertad complementada en el apoyo mutuo.
Escrito por: http://www.vargarquista.blogspot.com
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