"El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente": Lord Acton.
Si alguien se tenía como modelo a seguir en la década de profundos cambios políticos, económicos y sociales del 90 en Colombia, cuando nos dimos una nueva constitución, hicimos la paz con el M-19, nos implantaron el neoliberalismo, el narcotráfico nos impuso a Samper y las Farc a Pastrana, ese fue Fujimori.
Los periódicos de la época son testimonio histórico de cuantas veces importantes políticos, columnistas, empresarios, académicos e intelectuales nos decían que lo que Colombia necesitaba era un presidente tipo Fujimori, cuyo ejemplo de mano dura con los terroristas le daba la vuelta al mundo, junto con una jaula en la que mostraba aprisionado a Abimael Guzmán, el terrorista fundador y jefe de Sendero Luminoso.
A priori (la historia podría encargarse de testificarlo), no cabe duda que esa imagen, y esa sutil insinuación de su ejemplo, movió las masas colombianas para llegar en 2002 a elegir presidente a Álvaro Uribe Vélez, el joven gobernador de Antioquia que ya con su mano dura en Urabá, una rica región de exportación bananera, había puesto en jaque a la guerrilla en esa zona.
Cruelmente, parece que Uribe no sólo tuvo su génesis en el hombre duro de Perú que acaba de ser condenado en un fallo histórico por tratarse de la primera vez que la propia justicia de un país latinoamericano condena a un jefe de Estado, sino que va camino de su mismo epílogo.
El propio presidente Uribe, seguro de que aquí en Colombia tiene secuaces para rato, se ha mofado en público de que la Corte Penal Internacional pueda enjuiciarlo. Pero en privado se dice que una de las estrategias para evitar esa posibilidad, que no parece tan descabellada desde la perspectiva del respeto a los Derechos Humanos y al DIH, es, precisamente, atornillarse al cargo de Presidente mediante una y otra reelección hasta llegar a la indefinida.
Es, a propósito, la única diferencia que podría encontrarse entre el “Siempre Chávez” de Venezuela y el “¿Si no es Uribe, quién?”, de Colombia: que el primero busca perpetuarse en el cargo para preservar su revolución del llamado “Socialismo, Siglo XXI”, y el otro sacarle el bulto a la inmediatez de un eventual juicio internacional por las atrocidades cometidas en Colombia desde su mandato provincial en el que como gobernador de Antioquia promovió las cooperativas de paramilitares asesinos que se encargaron de limpiar a Urabá de guerrilla, pero arrasando por parejo con toda forma de vida humana que apareciera al paso, y de paso, despojando a los campesinos de sus tierras que pasaron a engrosar la vasta extensión de cultivos de banano aprovechable por Chiquita Brown, años más tarde condenada en el propio Estados Unidos por apoyos económicos y logísticos a las fuerzas paramilitares del Urabá.
Siempre es grande la diferencia entre uno y otro; y si fuera menester tragarse el sapo, haría más por Chávez que por Uribe, antes de vomitarme.
Por: Octavio Quintero
Tomado de: www.elementosdejuicio.com
Si alguien se tenía como modelo a seguir en la década de profundos cambios políticos, económicos y sociales del 90 en Colombia, cuando nos dimos una nueva constitución, hicimos la paz con el M-19, nos implantaron el neoliberalismo, el narcotráfico nos impuso a Samper y las Farc a Pastrana, ese fue Fujimori.
Los periódicos de la época son testimonio histórico de cuantas veces importantes políticos, columnistas, empresarios, académicos e intelectuales nos decían que lo que Colombia necesitaba era un presidente tipo Fujimori, cuyo ejemplo de mano dura con los terroristas le daba la vuelta al mundo, junto con una jaula en la que mostraba aprisionado a Abimael Guzmán, el terrorista fundador y jefe de Sendero Luminoso.
A priori (la historia podría encargarse de testificarlo), no cabe duda que esa imagen, y esa sutil insinuación de su ejemplo, movió las masas colombianas para llegar en 2002 a elegir presidente a Álvaro Uribe Vélez, el joven gobernador de Antioquia que ya con su mano dura en Urabá, una rica región de exportación bananera, había puesto en jaque a la guerrilla en esa zona.
El propio presidente Uribe, seguro de que aquí en Colombia tiene secuaces para rato, se ha mofado en público de que la Corte Penal Internacional pueda enjuiciarlo. Pero en privado se dice que una de las estrategias para evitar esa posibilidad, que no parece tan descabellada desde la perspectiva del respeto a los Derechos Humanos y al DIH, es, precisamente, atornillarse al cargo de Presidente mediante una y otra reelección hasta llegar a la indefinida.
Es, a propósito, la única diferencia que podría encontrarse entre el “Siempre Chávez” de Venezuela y el “¿Si no es Uribe, quién?”, de Colombia: que el primero busca perpetuarse en el cargo para preservar su revolución del llamado “Socialismo, Siglo XXI”, y el otro sacarle el bulto a la inmediatez de un eventual juicio internacional por las atrocidades cometidas en Colombia desde su mandato provincial en el que como gobernador de Antioquia promovió las cooperativas de paramilitares asesinos que se encargaron de limpiar a Urabá de guerrilla, pero arrasando por parejo con toda forma de vida humana que apareciera al paso, y de paso, despojando a los campesinos de sus tierras que pasaron a engrosar la vasta extensión de cultivos de banano aprovechable por Chiquita Brown, años más tarde condenada en el propio Estados Unidos por apoyos económicos y logísticos a las fuerzas paramilitares del Urabá.
Siempre es grande la diferencia entre uno y otro; y si fuera menester tragarse el sapo, haría más por Chávez que por Uribe, antes de vomitarme.
Por: Octavio Quintero
Tomado de: www.elementosdejuicio.com
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