A Yurtier lo mataron. Lo asesinó el Estado. Lo mataron los rentistas. O, más precisa y simplemente: a Yurtier lo dejaron morir para que la “nuevaepese” pudiera ahorrarse varios millones de pesos… Mejor dicho: Yurtier se murió de Ley 100… o, para decirlo con todas las letras: lo mató la ley 100.
Yurtier fue el mejor bachiller de la primera promoción de La Institución Educativa Juan de la Cruz Posada, del barrio Villa Hermosa Eso queda en el barrio Villa Hermosa de Medellín, como a tres cuadras por la carrera Giraldo, subiendo desde el Parque Obrero hasta la calle Urabá. Desde ese parque, muchas veces, lo que va quedando de los sindicatos en esta ciudad, junto a las gentes de dolor y de pena de las comunas, es decir junto a los damnificados de la impudicia de los poderosos, salimos los primero de Mayo a decir, bien alto, que todavía resistimos y que algún día cambiaremos el miedo por abrazos y las carencias por la apropiación social de todo eso que nuestros brazos producen y nuestros sueños definen.
Yurtier era, sigue siendo (para quienes amábamos su figura de hombre entero, de muchacho solidario), el mejor entre muchos de los buenos. Yurtier era del combo de los que saben abrazar al prójimo próximo y quieren unir unas manos a otras manos y a otras manos y a otras manos, construyendo otro mundo soñado desde el estercolero en el que estamos.
Aprendió. Dudó. Preguntó todo lo que a su edad hay que preguntar. Afirmó, con certeza adolescente, lo que tuvo que afirmar. No se arredraba. Ante el ojo del gran hermano que por entonces ya era la prueba “externa”, el “examen del ICFES”, pasó raudo y airoso: obtuvo también el mejor puntaje. Y se matriculó con esos honores en el “Poli”. Quería ser maestro. Como sabía de herencias necesarias y de herencias que deben repudiarse, asumió la de Prometeo: tenía que entregarle el fuego a los otros seres humanos. Su imperativo más hondo era ese: compartirlo todo, incluido el conocimiento. Quería contribuir a formar a la muchachada de la que había salido a tropezones desde el barro y en el barrio; sabía que tenía que hacerlo contra las malas pasadas de la vida que, sabemos, no es tan fácil. Por eso estaba estudiando para maestro de Educación física, mientras llegaba el tiempo del compromiso más alto en otras tierras donde aspiraba a servir como misionero de un mejor mundo.
Y, como la vida no es fácil, apareció la enfermedad: le descubrieron una leucemia que ya venía tragándose, a pedazos, su sangre; pero que, según vimos, nunca pudo apagar su aliento fraterno, comunero y formidable. Por entonces, tenía un cobijo: existía el Seguro Social, los “Seguros Sociales”, y en el Seguro había sindicato. Pero el galope de los rentistas ya había hecho lo que ellos tenían que hacer: el derecho a la vida y a la salud debía ejercerse apelando a las tutelas. Y, así, tras la pírrica victoria jurídica, se inició un tratamiento que avanzó haciendo retroceder a la enfermedad.
Con ganas, de corazón entero, Yurtier regresó a la Universidad y allí encendió otros fuegos: abrió el debate entre los maestros en formación sobre el tipo de sujetos que los maestros tenemos que forjar. Preguntó por la naturaleza de la evaluación que se venía imponiendo a los estudiantes de la escuela básica y media en Colombia. Armó seminarios, asistió a conferencias, investigó, generó debates, propuso, empujó, jalonó, con su figura de intelectual en ciernes y al servicio del pueblo.
Y como la vida no es fácil, y los tratamientos, cuando son ordenados por tutela, pueden no ser completos, Yurtier recayó.
La madre, el padre, todos queríamos lo mejor. Pero lo mejor no estaba a su alcance. No tenía Yurtier el respaldo de una chequera bien fondeada. Por eso no se hizo con su salud lo que se debería haber hecho para que este ser extraordinario continuara viviendo, uniendo, luchando, aportando.
El desenlace es brutal, criminal, infame. Su vida no era, objetivamente hablando, un derecho. Su salud era ya una mercancía. Ya, por entonces, no existía el precario “seguro social”, los “Seguros sociales”; ahora el tratamiento dependía de la flamante “nuevaepeese”. Lo atienden en el marco de acuerdos comerciales (establecidos en torno a la “venta de servicios”) entre la “nuevaepeese” y clínicas particulares. En ese estrechísimo marco, los médicos que lo atendieron hicieron lo mejor que pudieron.
De pronto, en el horizonte apareció una buena luz: un médico especialista, de esos que quieren aportarle a la humanidad, sabía de un nuevo tratamiento que tenía todas las posibilidades. Uno que, incluso permitiría un salto en el ya aprestigiado desarrollo científico de la medicina colombiana. Sólo había un problema: la familia de Yurtier no tenía una chequera solvente, ni disponía de la “tarjeta dorada”. Yurtier no era un cliente confiable. El tratamiento requería una preparación con una droga específica que debía importarse y luego hacer un prometedor cultivo y trasplante de células madres.
Entonces hicieron lo que hacen los pobres: pusieron la tutela.
El Juez Guerra Higuita, Octavo Civil del Circuito, ordenó que le hicieran el procedimiento.
Mientras se hacía la querella, el médico responsable del tratamiento urgía para que le fuese autorizado el proceso y los recursos; sabía que se acababa el tiempo. Pero al lado de éste y otros profesionales que, nadando a contra corriente del sistema, intentaban avanzar en la pelea con la enfermedad (una pelea que tenía todas las de ganar si se hacía a tiempo)… otros, encabezados y condensados, resumidos, en la torva figura del auditor de la “nuevaepeese”, movían sus fichas, desparramaban su infamia: aplazaban día a día la autorización, a ver si Yurtier, hecho cadáver, les ahorraba “gastos”, dando curso a los mecanismos de renta que permiten la sobre-acumulación de la nueva empresa que en Colombia vende a precios muy rentables una mercancía llamada salud.
Pero esta vez, estos canallas no sólo fueron eficientes para los intereses pecuniarios de la “nuevaepeese”. Esta vez el “auditor” se permitió ir a visitar al enfermo para pedirle que se fuera de la clínica, que se fuera para la casa a esperar hasta cuando “se le resolviera el caso” y le fueran autorizados los nuevos procedimientos… que se fuera para la casa y esperara a que lo llamaran, cuando el tratamiento fuera aprobado por las directivas de la nuevaepeese”.
Yurtier, entonces, bajo el fuego cruzado del carcinoma y del funcionario “auditor”, hizo crisis. Deliraba, pedía a gritos que no dejaran entrar otra vez a ese infame en su habitación, porque con seguridad lo iba a echar a la calle. Bajo esta tortura, la crisis se agravó. Se produjo entonces un derrame cerebral y, para fortuna de la “nuevaepeese”, entró en una etapa irreversible.
Yurtier murió. Lo asesinó la ley cien. Nada pudimos hacer, aunque se había ganado, días atrás la tutela… La estrategia, y la táctica, del funcionario auditor, fueron cumplidas y exactas. Tanto como las de los sicarios que, cuadras más arriba, hacen lo mismo, pero son presentados cotidianamente como si en realidad fuesen mucho más canallas.
Ese bello ser, que nació un domingo treinta de agosto de 1987, a las diez y treinta y cuatro de la mañana, fue obligado por los rentistas a morir el lunes festivo del 16 de noviembre de 2009, a las dos, de una tarde significativamente lluviosa.
Por: Periferia Prensa Alternativa
Tomado de: periferiaprensa.org
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