En Los Cachorros, la estupenda novela breve de Vargas Llosa, en la que experimenta con los narradores y los puntos de vista, se describe una generación mediocre, sin aspiraciones políticas de cambio.
Sólo objetos de consumo, de jóvenes de la pequeña burguesía que buscan pasar la vida sin alteraciones ni preguntas existenciales. Y así van envejeciendo, sin haber cuestionado el mundo y haber permanecido en la imitación de prototipos norteamericanos como James Dean.
Ser joven, como protagonista de la historia, como ser reflexivo y vanguardista, comenzó a ser relevante en la década de los sesenta. Es en ese período cuando las juventudes asumen papeles clave en la sociedad, a la que leen de otras maneras y cuestionan en su estructura. Las protestas de los muchachos norteamericanos contra la guerra de Vietnam, el papel de los universitarios en procesos como el Cordobazo, en Argentina, las expresiones musicales de opinión que se manifiestan en América del Sur, en fin, van constituyendo un catálogo sobre la conformación del joven como ser pensante, indispensable en los cambios sociales.
Claro que entonces no se da un movimiento uniforme. Menos mal, dirán algunos. Hay de todo, como aquellos que se dejan crecer el pelo, no se bañan, se dejan engrupir por asuntos como el “hippismo”, al que consideran como una protesta contra lo establecido. Otros, se dedican a espantar beatas y asustar feligreses, y creen así que están cumpliendo una misión histórica. Sin embargo, va a ser en el mayo francés cuando irrumpen las juventudes con nuevos ideales y utopías, en una mezcla rara de anarquismo y socialismo. Es el activismo social, aunado, por ejemplo, a las luchas obreras y de otros estamentos de la sociedad.
Esos muchachos del 68 dejaron la idea colectiva de una insurrección. De la poesía en las calles, de la sangre nueva circulando por el asfalto, con un pálpito tenaz de que todo sería diferente. Suele pasar que, como en la novela de Lampedusa, las cosas cambian para seguir iguales. O peores. Sin embargo, ahí estaba la muchachada con sus propuestas imposibles, con sus gritos recientes. Con la piedra y el libro. Con la pregunta.
Y estas apreciaciones rápidas tal vez ahora tengan un sentido con lo que está ocurriendo en Francia, en donde la juventud se moviliza con orgullo al lado de los obreros en contra de las reformas a las pensiones. Dicen allá que “si el capitalismo nos va a quebrar la espalda, al menos no se la pongamos fácil”, y entonces vuelven a llenarse las calles con la protesta. Una suerte de renacer de aquel mayo lejano.
Aquí, en Colombia, tal vez faltó ese ingrediente intrépido cuando el neoliberalismo criollo la emprendió contra los trabajadores, cuando privatizó la salud, cuando convirtió el derecho a la salud en un negocio para el capital financiero, cuando aumentó la edad de jubilación, y cuando ha realizado tantas reformas adversas a los intereses populares. No ha habido las grandes movilizaciones obreras y estudiantiles. Hasta en eso somos subdesarrollados.
Tal vez aquí nos ha faltado el sentido poético de la barricada, ese mismo que Víctor Hugo describe en Los Miserables, o la barricada como parte de nuestra educación sentimental, a lo Flaubert. Ahora, los jóvenes en Francia, retomando una tradición, se unen a los trabajadores en las huelgas generales contra Sarkozy y lo que él representa. El capitalismo siempre trata de salir de sus crisis convirtiendo al trabajador en chivo expiatorio. Eso es lo que quiere Sarkozy: solucionar la crisis a costillas de los asalariados.
Para algunos, aquel mayo del 68 fue menos un alzamiento social que un acto poético. Allí estuvieron “aprendices de Rimbaud”, sólo por establecer la noción sin tiempo de la rebelión, del ser joven ahora, con canción y barricada. Y eso era suficiente.
A diferencia de los Pichula Cuéllar, los Chingolo y los Choto (y de los rebeldes sin causa), hubo otros jóvenes que vieron en la toma de calles y en los anuncios de conquistar lo imposible, una expresión de la vida breve, como la de una muchacha que en medio de la turba alza la bandera de la libertad.
Por: Reinaldo Spitaletta
Tomado de: elespectador.com
Sólo objetos de consumo, de jóvenes de la pequeña burguesía que buscan pasar la vida sin alteraciones ni preguntas existenciales. Y así van envejeciendo, sin haber cuestionado el mundo y haber permanecido en la imitación de prototipos norteamericanos como James Dean.
Ser joven, como protagonista de la historia, como ser reflexivo y vanguardista, comenzó a ser relevante en la década de los sesenta. Es en ese período cuando las juventudes asumen papeles clave en la sociedad, a la que leen de otras maneras y cuestionan en su estructura. Las protestas de los muchachos norteamericanos contra la guerra de Vietnam, el papel de los universitarios en procesos como el Cordobazo, en Argentina, las expresiones musicales de opinión que se manifiestan en América del Sur, en fin, van constituyendo un catálogo sobre la conformación del joven como ser pensante, indispensable en los cambios sociales.
Claro que entonces no se da un movimiento uniforme. Menos mal, dirán algunos. Hay de todo, como aquellos que se dejan crecer el pelo, no se bañan, se dejan engrupir por asuntos como el “hippismo”, al que consideran como una protesta contra lo establecido. Otros, se dedican a espantar beatas y asustar feligreses, y creen así que están cumpliendo una misión histórica. Sin embargo, va a ser en el mayo francés cuando irrumpen las juventudes con nuevos ideales y utopías, en una mezcla rara de anarquismo y socialismo. Es el activismo social, aunado, por ejemplo, a las luchas obreras y de otros estamentos de la sociedad.
Esos muchachos del 68 dejaron la idea colectiva de una insurrección. De la poesía en las calles, de la sangre nueva circulando por el asfalto, con un pálpito tenaz de que todo sería diferente. Suele pasar que, como en la novela de Lampedusa, las cosas cambian para seguir iguales. O peores. Sin embargo, ahí estaba la muchachada con sus propuestas imposibles, con sus gritos recientes. Con la piedra y el libro. Con la pregunta.
Y estas apreciaciones rápidas tal vez ahora tengan un sentido con lo que está ocurriendo en Francia, en donde la juventud se moviliza con orgullo al lado de los obreros en contra de las reformas a las pensiones. Dicen allá que “si el capitalismo nos va a quebrar la espalda, al menos no se la pongamos fácil”, y entonces vuelven a llenarse las calles con la protesta. Una suerte de renacer de aquel mayo lejano.
Aquí, en Colombia, tal vez faltó ese ingrediente intrépido cuando el neoliberalismo criollo la emprendió contra los trabajadores, cuando privatizó la salud, cuando convirtió el derecho a la salud en un negocio para el capital financiero, cuando aumentó la edad de jubilación, y cuando ha realizado tantas reformas adversas a los intereses populares. No ha habido las grandes movilizaciones obreras y estudiantiles. Hasta en eso somos subdesarrollados.
Tal vez aquí nos ha faltado el sentido poético de la barricada, ese mismo que Víctor Hugo describe en Los Miserables, o la barricada como parte de nuestra educación sentimental, a lo Flaubert. Ahora, los jóvenes en Francia, retomando una tradición, se unen a los trabajadores en las huelgas generales contra Sarkozy y lo que él representa. El capitalismo siempre trata de salir de sus crisis convirtiendo al trabajador en chivo expiatorio. Eso es lo que quiere Sarkozy: solucionar la crisis a costillas de los asalariados.
Para algunos, aquel mayo del 68 fue menos un alzamiento social que un acto poético. Allí estuvieron “aprendices de Rimbaud”, sólo por establecer la noción sin tiempo de la rebelión, del ser joven ahora, con canción y barricada. Y eso era suficiente.
A diferencia de los Pichula Cuéllar, los Chingolo y los Choto (y de los rebeldes sin causa), hubo otros jóvenes que vieron en la toma de calles y en los anuncios de conquistar lo imposible, una expresión de la vida breve, como la de una muchacha que en medio de la turba alza la bandera de la libertad.
Por: Reinaldo Spitaletta
Tomado de: elespectador.com